martes, 18 de agosto de 2020

LA FOGATA

 

LA FOGATA

En estos tiempos difícilmente puedes decidir me paro aquí a vivaquear y enciendo un pequeño fuego para aliviarme del frío invernal. Hoy día si te pillan, te crujen.

En estos tiempos pocos valoran guardar silencio para escuchar el crepitar del fuego, sentir su calor, o percibir el sonido del propio silencio. Hoy día ponemos más empeño en hacernos escuchar, y por eso nos perdemos tantas cosas.

En estos tiempos se habrían disparado 70 selfies para plasmar esta escena, eso sí, con una calidad técnica abrumadora y referenciada en Google Map. ¿La finalidad? Compartirlas  en las redes sociales con personas a las que, salvo contadas ocasiones, no les importas más allá de otorgar un like a intercambiar por otros tantos. Eso dependerá de lo selectivos que seamos con nuestros contactos/amigos.
Paradójicamente, estas imágenes referenciadas topográficamente, acabarán perdiéndose en la nube virtual, traspapeladas entre millones de instantáneas que se olvidan a los pocos segundos de ser tomadas. Serán olvidadas por quienes las toman y por quienes las visualizan en un par de segundos para pasar a la siguiente tanda. Como si fuesen etiquetadoras láser de una cadena de montaje.

En estos tiempos me reencuentro con aquellos tiempos a través de esta foto descolorida y poco nítida, pero presente después de casi 40 años. Puedo tocarla. Puedo oler la fogata y percibir su calor. No recuerdo la posición exacta del lugar, pero sí su esencia. Incluso recuerdo mi estado de ánimo, que para mí se queda. Puedo volver a guardarla y encontrarla de nuevo.

No digo que fueran mejores tiempos, eran distintos. Pero me identifico más con aquellos que con estos, sobre todo porque me sentía más libre. Y creo que estábamos mejor dotados de la consciencia necesaria para dar cada cosa el valor que merecía. Teníamos el tiempo necesario para concedérselo, pues el mundo giraba más despacio.

Éramos libres para acampar en mitad de la sierra y encender un fuego con responsabilidad, sin tener la sensación de delinquir. Podíamos permitirnos valorar pequeños detalles, como abstraernos escuchando el crepitar de las brasas y disfrutar del calor generado con nuestro esfuerzo. Esa satisfacción de dar brío a la yesca húmeda, después de pasar frío. Nos abstraíamos escuchando el sonido del entorno –el rumor de los árboles, el de un arroyo, el sonido de las lechuzas-  en vez de empeñarnos en hacernos escuchar, cuando en realidad a casi nadie le importa lo que digas o lo que pienses.

Principios de los 80, en algún lugar de la Sierra del Aljibe. Tiempos en los que podías atravesar el parque de los alcornocales de cabo a rabo durante días, sin toparte con nada que no fuese de allí, y con nadie que te pudiese echar de lo que debería ser un territorio libre.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario