EL LANGOSTINO QUE VENDIÓ CARA SU PIEL.
Érase una vez un langostino, que dormido en lecho arenoso de
aguas frente a Vinarós, en el
septentrión de la costa valenciana, soñaba con vender cara su piel en singular
batalla contra las artes de pesca. Pero
por no atender al refrán que dice, a camarón que se duerme se lo lleva la
corriente, sin bien no fue la corriente y él no era un camarón, por dormirse, fue llevado por una red.
Acabó atrapado por las redes de un pesquero llamado “Esperanza” curiosa paradoja
cuando al pobre crustáceo lo que menos le quedaba era eso… esperanza. Fueron
las curtidas manos de Vicente las que le liberaron de la red para confinarlo de
nuevo, esta vez en una caja de tablillas de madera con hielo picado. A duras
penas vivía, aletargado por el frío, solo le restaron fuerzas para lamentarse
por no haber podido plantar batalla, por haberse dormido en su guardia y no
haber podido vender cara su piel… Así murió, equivocado en parte, porque la
historia continúa.
Los pescadores estibaron las cajas de langostinos, entre las
que se hallaba el langostino soñador. Eran de muy buena calidad, lo habitual
cuando se trata de langostinos de Vinarós, pero apenas sumaban 20 kilos, pocas
ganancias una vez deducidos los gastos del gasoil y demás. Fue una de esas
jornadas de mucho trabajo y pocos réditos, de salir al alba para dar de mano al
lubricán, con apenas tiempo para cenar, dormir pocas horas y zarpar de nuevo al alba con el “Esperanza” con la esperanza de obtener mejor captura.
Ya en la lonja del muelle pesquero, la piel del langostino durmiente de momento no
fue vendida cara, más bien barata, tanto que para Vicente resultó, no ya lo comido
por lo servido, sino haber pagado por trabajar. Mientras Vicente se marchaba a
su casa con sensación de derrota, un intermediario se frotaba las manos y se
apresuraba a dar las órdenes para que metieran en un furgón frigorífico las
cajas de la pesquera subastada, entre ellas la caja donde se encontraba el
langostino soñador. Lo que compró por X podría venderlo por X al cubo en el
mercado, pongamos que hablo de Madrid, por decir algún lugar, lo cual no está
mal deducido el precio irrisorio del transporte. Porque esa es otra, al igual
que Vicente, Marcelino el transportista es de los que madrugan mucho y se
acuestan tarde después de hartarse de kilómetros y caer en la cuenta de que, lo que transportó durante toda la noche,
apenas le reporta para pagar el gasoil, el autónomo y un apresurado desayuno en el destino tras soltar
la carga.
El ya cadáver del langostino soñador se exhibió de nuevo en
otra lonja, esta de secano, con el precio de su piel multiplicado por tres.
Finado, pero bien fresco, presentaba buen color. Enseguida alguien le echó el
ojo, y junto con otros de sus camaradas
caídos en las artes del “Esperanza” fue
depositado en una caja de mejor
apariencia, manteniéndose la cadena de frío.
La caja fue comprada un
master chef, de estos que están en la guía Pirulín y usan trajes de
cocinero de diseño, trajes que antes eran sencillamente blancos por una
cuestión de higiene, y que ahora pueden ser negros o colorados, con tal de dar
la nota. Un master chef de esos que, en
vez de las perolas y los fogones de toda la vida, utilizan sopletes e ingenios
más propios de un laboratorio que de una cocina.
Así pues, la caja de langostinos selectos fue a parar a la
cocina selecta de un restaurante selecto de a 1200 euros el cubierto low cost y
dos años de espera. Apenas llegó al
restaurante, el langostino soñador pasó a ser el elegido de entre los elegidos.
Aislado en una pulcra mesa de una pulcra cocina
excelentemente iluminada, sobre un plato cuadrado, proporcionalmente más grande
que la caja que compartió con sus colegas finados, unas delicadas manos, que
nada tienen que ver con las manos de los cocineros de toda la vida, empezaron a
diseccionar al crustáceo con precisión cirujana. Era como si el cocinero pretendiese
resucitarlo interviniéndolo a corazón abierto, en vez de cocinarlo.
Un sopletazo por allí, otro sopletazo por allá, una leve
rociada de emulsión de gelatina vaporizada de cagada de esturión de Siberia, un
ligero toque espumoso de moco de ostra malaya, y media partícula de trufa
metida por el culo, con una gota de vinagre de 20 años para lubricar. Y a
continuación una galleta porosa de pedo de avena para dar textura, adornada de
dos leves toques de frambuesa negra líquida Chambord Pedorré, para que parezca
un cuadro de Tapies y justificar el
precio.
Al poco rato, el langostino soñador fue exhibido una vez más y de manera
definitiva, en aquel pedazo de plato,
absurdamente grande para tan poco contenido. Rodeado de una escolta de tres camareros encabezados por
el chef, fue trasladado en bandeja de plata, con mucha fanfarria y tontería,
hasta la mesa de un extravagante comensal, que no sabiendo en qué gastar sus
dinerales, decidió hacerlo pagando un potosí por aquel langostino de Vinarós
disfrazado de lagarterana, por el que su cocinero de diseño cobró en un abrir y
cerrar soplete, lo que Vicente y su tripulación no ganarían ni en un mes de
buena faena.
No sospechó jamás cuan cara vendería su piel aquel langostino soñador, a
pesar de haber caído sin presentar batalla en las artes del Esperanza por no
haber atendido al refrán… Langostino que se duerme nunca sabe dónde acaba.
JM Arroyo