sábado, 9 de agosto de 2014

ACTAS JUDICIALES

Hace ya unos años, en 1997, Juan Luís Naval Molero, un buen amigo, del que puedo decir que es una eminencia y un pertinaz investigador sobre todo lo concerniente a la historia de Chipiona, estaba enfrascado, junto con otros integrantes de la Asociación Cultural Caepionis, en la ardua tarea de transcribir unas  Actas Judiciales  datadas en el siglo XVII, ardua tarea porque los manuscritos, además de estar redactados en el castellano de la época, tenían las particularidades de las caligrafías de los diferentes amanuenses. Así pues, podría decirse que los de la asociación realizaban un trabajo de chinos que ha dado un resultado encomiable.

En varias ocasiones, Juan Luís me ofreció colaborar dibujando las portadas de estas actas y algunas ilustraciones del interior de estas publicaciones. En esta en particular, me pidió que realizara una representación de cómo podría haber sido el castillo de Chipiona en el siglo XVII, basándome en las descripciones de la época. Así que en base a eso, hice lo que pude sin demasiado convencimiento. El castillo sufrió modificaciones con el paso del tiempo, y  por razones obvias, actualmente su aspecto  es totalmente diferente, como se aprecia en este otro dibujo que realicé en por las mismas fechas, que es propiedad de otra amiga de Chipiona. Incluso este dibujo ya no refleja el estado actual del castillo porque fue reformado hace unos años.
Ya de paso os dejo el enlace del blog de Juan Luís, un buen referente para quien quiera conocer cosas sobre Chipiona y su historia. http://chipionacronista.blogspot.com.es/2010/12/p-u-b-l-i-c-c-i-o-n-e-s.html


 

martes, 5 de agosto de 2014


EL LANGOSTINO QUE VENDIÓ CARA SU PIEL.

Érase una vez un langostino, que dormido en lecho arenoso de  aguas frente a Vinarós, en el septentrión de la costa valenciana, soñaba con vender cara su piel en singular batalla contra las artes de pesca.  Pero por no atender al refrán que dice, a camarón que se duerme se lo lleva la corriente, sin bien no fue la corriente y él no era un camarón,  por dormirse, fue llevado por una red.

Acabó atrapado por las redes de un pesquero llamado “Esperanza” curiosa paradoja cuando al pobre crustáceo lo que menos le quedaba era eso… esperanza. Fueron las curtidas manos de Vicente las que le liberaron de la red para confinarlo de nuevo, esta vez en una caja de tablillas de madera con hielo picado. A duras penas vivía, aletargado por el frío, solo le restaron fuerzas para lamentarse por no haber podido plantar batalla, por haberse dormido en su guardia y no haber podido vender cara su piel… Así murió, equivocado en parte, porque la historia continúa.

Los pescadores estibaron las cajas de langostinos, entre las que se hallaba el langostino soñador. Eran de muy buena calidad, lo habitual cuando se trata de langostinos de Vinarós, pero apenas sumaban 20 kilos, pocas ganancias una vez deducidos los gastos del gasoil y demás. Fue una de esas jornadas de mucho trabajo y pocos réditos, de salir al alba para dar de mano al lubricán, con apenas tiempo para cenar, dormir pocas horas y zarpar de nuevo  al alba con el “Esperanza”  con la esperanza de obtener  mejor captura.

Ya en la lonja del muelle pesquero,  la piel del langostino durmiente de momento no fue vendida cara, más bien barata, tanto que para Vicente resultó, no ya lo comido por lo servido, sino haber pagado por trabajar. Mientras Vicente se marchaba a su casa con sensación de derrota, un intermediario se frotaba las manos y se apresuraba a dar las órdenes para que metieran en un furgón frigorífico las cajas de la pesquera subastada, entre ellas la caja donde se encontraba el langostino soñador. Lo que compró por X podría venderlo por X al cubo en el mercado, pongamos que hablo de Madrid, por decir algún lugar, lo cual no está mal deducido el precio irrisorio del transporte. Porque esa es otra, al igual que Vicente, Marcelino el transportista es de los que madrugan mucho y se acuestan tarde después de hartarse de kilómetros y caer en la cuenta de que,  lo que transportó durante toda la noche, apenas le reporta para pagar el gasoil, el autónomo y  un apresurado desayuno en el destino tras soltar la carga.

El ya cadáver del langostino soñador se exhibió de nuevo en otra lonja, esta de secano, con el precio de su piel multiplicado por tres. Finado, pero bien fresco, presentaba buen color. Enseguida alguien le echó el ojo,  y junto con otros de sus camaradas caídos en las artes del “Esperanza”  fue depositado  en una caja de mejor apariencia, manteniéndose la cadena de frío.

La caja fue comprada un  master chef, de estos que están en la guía Pirulín y usan trajes de cocinero de diseño, trajes que antes eran sencillamente blancos por una cuestión de higiene, y que ahora pueden ser negros o colorados, con tal de dar la nota. Un master chef  de esos que, en vez de las perolas y los fogones de toda la vida, utilizan sopletes e ingenios más propios de un laboratorio que de una cocina.

Así pues, la caja de langostinos selectos fue a parar a la cocina selecta de un restaurante selecto de a 1200 euros el cubierto low cost y dos años de espera.  Apenas llegó al restaurante, el langostino soñador pasó a ser el elegido de entre los elegidos.

Aislado en una pulcra mesa de una pulcra cocina excelentemente iluminada, sobre un plato cuadrado, proporcionalmente más grande que la caja que compartió con sus colegas finados, unas delicadas manos, que nada tienen que ver con las manos de los cocineros de toda la vida, empezaron a diseccionar al crustáceo con precisión cirujana. Era como si el cocinero pretendiese resucitarlo interviniéndolo a corazón abierto, en vez de cocinarlo.

Un sopletazo por allí, otro sopletazo por allá, una leve rociada de emulsión de gelatina vaporizada de cagada de esturión de Siberia, un ligero toque espumoso de moco de ostra malaya, y media partícula de trufa metida por el culo, con una gota de vinagre de 20 años para lubricar. Y a continuación una galleta porosa de pedo de avena para dar textura, adornada de dos leves toques de frambuesa negra líquida Chambord Pedorré, para que parezca un cuadro de Tapies y  justificar el precio.

Al poco rato, el langostino soñador fue exhibido una vez más y de manera definitiva,  en aquel pedazo de plato, absurdamente grande para tan poco contenido. Rodeado de  una escolta de tres camareros encabezados por el chef, fue trasladado en bandeja de plata, con mucha fanfarria y tontería, hasta la mesa de un extravagante comensal, que no sabiendo en qué gastar sus dinerales, decidió hacerlo pagando un potosí por aquel langostino de Vinarós disfrazado de lagarterana, por el que su cocinero de diseño cobró en un abrir y cerrar soplete, lo que Vicente y su tripulación no ganarían ni en un mes de buena faena.

No sospechó jamás cuan cara  vendería su piel aquel langostino soñador, a pesar de haber caído sin presentar batalla en las artes del Esperanza por no haber atendido al refrán… Langostino que se duerme nunca sabe dónde acaba.

JM Arroyo