LA PERRA QUE CAYÓ AL CANAL
(Extraído de mi diario con fecha
1 marzo de 2016)
Era una tarde de otoño, fría pero
soleada, y yo había salido con la bicicleta para hacerme unos kilómetros.
Serían las cinco y pico cuando circulaba por una vía de servicio conocida como Carretera
del Canal, localizada al norte del Término Municipal del Puerto de Santa María,
casi lindado con el de Jerez. Como su nombre indica, la vía de servicio
discurre paralela a un canal de riego, en su mayor parte del trazado, de
sección trapezoidal, de unos seis metros de ancho en su parte superior, unos
dos en su parte inferior, un desnivel de dos metros y pico, y taludes de unos
45º. Pese a ser una zona con riesgo de caída al mismo nivel, el canal no estaba
protegido por ninguna valla, de manera que en más de una ocasión han caído al
canal animales y personas, éstas, con vehículos incluidos.
Como decía, circulaba por la vía
de servicio en dirección NW tirando hacia la carretera del penal, y fui
adelantado por un tractor que poco después rebasé porque estacionó precariamente en la margen junto a
la cual discurre paralelamente el canal, a poco más de un par de metros. Esto
fue a la altura de una zona de cultivos conocida como Hinojosa Alta. Al rebasar
el tractor escuché una voz que me llamaba con insistencia y algo apurada… ¡Oiga!
¡oiga!
Pensé, joder, el tractorista ha
parado para aliviar la vejiga y se ha
caído al canal, porque la voz provenía de allí. Inmediatamente frené, me di
media vuelta y me dirigí hacia el tractor, comprobando que el problema no lo
tenía el tractorista, sino una vieja perra de caza que había caído al canal, en
esos momentos con agua y bastante corriente, pues estaban en plena fase de
regadío.
El tractorista me pidió ayuda para
intentar rescatar a la perra cazadora, la cual iba acompañada de un par de
perros más jóvenes, que alterados, ladraban en la otra orilla del canal. Debían
haber estado persiguiendo a una liebre o similar, especulé, y en un viraje
cerrado, la perra debió resbalar y cayó al canal. En un primer intento, nos
afanamos en tratar de enganchar a la perra con las manos por el collar, pero no
nos daba la longitud de los brazos. El tractorista sacó de su caja de
herramientas, unas llaves fijas de codo de grandes dimensiones, y de nuevo
intentamos engancharla. Inteligente como ella sola, la perra procuraba
acercarse a nosotros sabiéndonos su única posibilidad, aunque la fuerte
corriente le complicaba la maniobra. Nuestros intentos para alcanzarla eran
infructuosos, a pesar de que el tractorista me tenía agarrado por las piernas
para acercarme más a la superficie del agua. La perra empezaba a agotarse y se
limitaba a nadar en círculos para mantenerse a flote, mientras que los perros
que la acompañaban, ladraban cada vez más alterados, intuyendo tal vez que su
compañera estaba en trance de cascar.
Como con la llave de codo no
llegábamos, preparamos una larga rama con una horquilla para tratar de
pescarla, pero la perra ya no podía más y no atinaba a acercarse, la arrastraba
la corriente. Súbitamente comenzó a aullar desesperada, sabiéndose desahuciada,
fue como si gritara, tíos, no puedo más, haced algo que me voy al garete sin
remisión. El lamento me conmovió, una llamada de atención desesperada que
difícilmente podía dejar pasar por alto. Dije lacónico, va a cascar.
Evalué rápidamente la situación y
me sentí capacitado para controlarla sin correr excesivo riesgo a pesar de la
fuerte corriente, al margen de pillar una infección, así que decidí saltar al
canal, dejándole muy claro al tractorista, que para poder salir de allí, tenía
que contar con él, pues la pendiente de 45º era muy resbaladiza y no tenía
dónde agarrarme, a menos que me dirigiese a una zona distante unos 300 m, donde
había unos arbustos cuyas ramas colgantes podían servirme de asidero.
Así pues, me quité el corta
vientos y la camiseta, y con los pantalones cortos y los zapatos puestos, me
deslicé por el talud y me introduje en el canal, que no era precisamente de
aguas cristalinas, sino de un denso color verdoso, sucia a más no poder.
Tampoco me la esperaba tan condenadamente helada, así que maldije al verme
sorprendido por el choque térmico. Sin perder un segundo, caminando, pues el
agua me llegaba por la cintura, cogí a la perra en brazos y se la alcancé al
tractorista, no sin problemas, pues la corriente era bastante fuerte y me hacía
perder el equilibrio.
La perra cazadora, fotografiada por Lobita después del incidente.
A salvo la perra, el tractorista
me alcanzó la rama que preparamos y salí del canal desollándome las rodillas
con el hormigón, un problema menor, de no ser por la pésima calidad de las
aguas y la mierda que había en el fondo del canal, ratas ahogadas y demás, lo
que suponía un foco de infección. La perra, como dije al principio, vieja y con
las tetas descolgadas, no podía tenerse en pie, supongo que por el terror experimentado
y por el frío que le atenazaba. Yo también estaba aterido de frío, pero pensé,
cuando el tractorista se lleve a la perra, entraré en calor pedaleando con la
bicicleta. Qué equivocado estaba.
El tractorista me dijo, me voy
que llego tarde, y allí nos quedamos la perra y yo con cara de póker mientras
el tractor se alejaba por la carretera. No me sentía capaz de abandonarla en
aquellas condiciones, desorientada, tiritando de frío, al lado del canal junto
a la carretera. La cogí de nuevo en brazos para trasladarla al otro lado de la
carretera, pues la pobre no atinaba a caminar, y maldiciendo en arameo, empecé
a darle vueltas al asunto para ver qué podía hacer con el animal, en esas
circunstancias, poco, porque estábamos en mitad del campo, y yo no podía tirar
de ella y de la bicicleta a la vez. A todo esto, el tractorista olvidó en el
suelo el par de herramientas que utilizó para intentar rescatar a la perra, las
cuales recogí con intención de devolvérselas en otro momento, a pesar de dejarnos
en la estacada.
Decidí llamar a Lobita: Mira, que
estoy en la carretera tal, a unos 7 km de casa, que te traigas una manta, un
cabo y un mosquetón… una perra… cayó al canal y la saqué… una toalla para mí…
ya te cuento.
Al cabo de unos 15 minutos llegó
Lobita con cara de, a ver lobillo, en qué fregado te has metido. Le expliqué la
situación, abrimos el maletero, colocamos sobre la manta a la perra cazadora, y
empezamos a realizar gestiones para ver si dábamos con su dueño. Entre tanto,
al otro lado del canal, los perros que la acompañaban seguían ladrando sin
poder cruzar, pues los pasos de vadeo estaban bastante alejados.
Peguntamos en un par de casas
cercanas, pero no les sonaba la perra. Pasó también Gaspar, el forestar que
vigila la zona, y tampoco, además no
estaba dispuesto a cargar con el marrón de la perra. En vista de que no dábamos
con nadie, llamamos al 112 y estos nos dijeron que llamásemos a la Policía
Local, pero nos dijeron que solo podían limitarse a comprobar si tenían chip,
algo que la perra, campera a más no poder, no tenía, ý aunque en el collar había
una inscripción, era ilegible. Pensé en llevarla a casa provisionalmente, pero
cuando se lo sugerí a Lobita y vi su rictus de desaprobación, desistí, no fuese
que acabase perdiendo las partes berrendas.
El sol declinaba un par de horas
después camino de su puesta, y seguíamos dando vueltas con la perra en el
maletero con la puerta abierta, Lobita conduciendo el coche, y yo detrás en la
bicicleta. Observamos que la perra parecía recuperarse, incluso que estaba
encantada con el paseo en el balcón rodante. En vista de que no dábamos con
nadie que pudiera hacerse cargo de la perra, y a la vista de que sus instintos
parecían despertar, se me ocurrió regresar al lugar donde rescatamos a la
perra, cruzando con ella al lado de la orilla desde donde cayó, donde ladraban
los perros que la acompañaban, que ya no estaban. Allí la bajé del coche, le
puse el mosquetón con el cabo a modo de correa, y dejé que ella eligiera una
dirección hacia dónde caminar, dejando el cabo flojo.
Al poco rato, la perra empezó a
olisquear el terreno con profusión y con las orejas tiesas, y de vez en cuando
levantaba la cabeza mirando hacia la lontananza como si supiese lo que buscaba,
así, con una de las patas delanteras replegadas, como hacen los perros de caza
cuando atisban a una posible presa. Me dio la impresión de que conocía bien el
territorio, y puesto que ya estábamos apartados del canal y de la carretera,
optamos por soltarla a ver qué hacía. La perra cogió un rumbo
determinado de manera decisiva, al NE para ser preciso, caminando al trote por
un campo de labranza en barbecho. Se fue distanciando de nosotros, se paró un
instante, nos echó un vistazo como diciendo, gracias por todo, ahí os quedáis,
y se marchó presta, campo a través, en dirección a un cortijo que había en la
lejanía, una distancia nimia para una perra avezada y ágil pese a su edad.
Llegamos a la conclusión de que
nuestro cometido había terminado, que hicimos lo que estuvo en nuestras manos,
y que a la perra, inteligente y con sus instintos de cazadora intactos por el
tipo de vida que llevaba, había que darle un voto de confianza, algo que no
habríamos podido hacer con un perro de ciudad de los de hoy día, de estos que
miman al extremo destruyéndoles cualquier vestigio de su instinto natural, lo
cual los imposibilita para arreglárselas por sí mismos.
El sol se puso, era hora de
volver a casa para darme una buena ducha de agua caliente y desinfectarme las
mataduras, y aún me quedaban unos cuántos kilómetros en bicicleta. El olor a
heno, la suave brisa de poniente favorable a mí marcha, y la satisfacción del
deber cumplido para con mi consciencia, me allanaron el terreno, aunque seguía
tieso de frío con parte de la ropa empapada. Era el segundo perro que sacaba de
ese canal, pues anteriormente, en colaboración con otros ciclistas, sacamos a
otro perro, aunque aquella vez el canal no llevaba agua.
En cuanto a las herramientas del
tractorista, aunque me cabreó que me dejase en la estacada, a pesar de haber
sido él quien solicitó mi ayuda, me sentí con la obligación moral de devolvérselas.
Al día siguiente localicé su tractor en un cortijo después de hacerme unos
cuantos kilómetros en coche por la zona, y se las devolví. A fin de cuentas, de
poco me servirían llaves de codo de ese tamaño, llaves caras por específicas, para emplear en maquinaria pesada,
que si hubiera sido una 10/11 se las iba a devolver Rita la cantaora.