jueves, 12 de abril de 2018


CADENA PERPETUA POR METER UNA LAGARTIJA EN CLASE.

Siento sana envidia por aquellas personas que hablan con cariño de sus antiguos profesores, de esos que te orientan para que sigas el camino correcto y que te marcan con el conocimiento y con el afecto, en vez de con la palma de la mano o la regla de madera de 100 centímetros.
Yo no tuve esa suerte, a mí me tocaron los de la segunda variedad, unos sádicos muy dados a recrear el cuadro de Goya “Escena de escuela” aplicando aquello de la letra con sangre entra. Debieron marcarme bastante porque después de más de cuarenta años he soñado con uno de ellos, el más sádico de todos, el que fue mi tutor durante los últimos años cuando cursaba la EGB.

Se llamaba Don Antonio, cincuenta y tantos años largos, de pelo canoso peinado hacia atrás a lo José Antonio Primo de Rivera, que dejaba al descubierto una cicatriz en la frente. Caminaba muy erguido, con las manos entrelazadas por la espalda, mirando al frente con una altivez que intimidaba. Solía lucir en la solapa izquierda de su chaqueta, una pequeña estrella dorada de seis puntas sobre un rectángulo de fondo negro que lo identificaba como ex alférez provisional, combatiente del bando franquista durante la Guerra Civil, uno de los que los del bando republicano denominaban popularmente como  “estampillado”. Por entonces desconocía el significado de aquella estrella, eso lo supe años después y entonces me cuadró tanta mala leche, y para muestra, el botón que os puedo describir con detalle porque me quedó grabado a fuego.

Corría 1975, yo tenía 13 años y cursaba 7º de EGB. Una tarde en vísperas de Semana Santa, unos cuantos compañeros de clase jugábamos en un descampado cercano al colegio mientras hacíamos tiempo para entrar a clase, y en estas atrapamos a una lagartija que acabó metida en un bote. Por nuestras cabecitas rondó la espantosa y criminal idea de meterla en clase dejándola en el lado de las niñas, pues en aquella época, aunque el colegio era mixto, nos mantenían  claramente separados los niños de las niñas, no fuésemos a pecar.

La pobre lagartija acabó sobre la mesa de una compañera y en cuanto entraron las niñas y la vieron, huyeron despavoridas por la puerta de tal forma que casi se llevaron por delante al entrante profesor de matemáticas, Don Manuel, muy dado a quedarse dormido en clase mientras resolvíamos los problemas en las fichas de Santillana. Éste pegaba poco, pero enseñaba menos, así que no sentimos la llamada de las matemáticas como hubiera sido de desear.
El caso es que Don Antonio ese día no estaba en el colegio por razones que desconozco, y esa circunstancia nos dio un respiro para comportarnos como niños, travesuras incluidas. Don Manuel nos echó una reprimenda tirando a vaga y al cabo del rato dormitaba a la recacha del sol que entraba por la ventana mientras nosotros resolvíamos los ejercicios de las fichas con una sonrisa malévola de oreja a oreja, sin pensar que a su llegada, Don Antonio sería puesto al corriente.

Al día siguiente, antes de lo esperado, apareció por la puerta, más altivo que nunca y con una grotesca mueca de desagrado que asustaba al más pintado. Seco como un cardo borriquero, preguntó por los responsables del asunto de la lagartija mientras nos fulminaba con la mirada paseándola por cada uno de nosotros. Nos advirtió que como no salieran los responsables de tan espantoso crimen, el castigo afectaría a todos los alumnos masculinos de la clase. Algunas de las niñas sonrieron divertidas al ver nuestras caras de espanto. Los chicos nos miramos pero ninguno se atrevía a dar el paso, pues a fin de cuentas fue una acción en la que intervinimos unos cuantos y no teníamos claro quien tenía mayor grado de responsabilidad, si el que la cazó, el que la metió en clase, el que la puso en la silla o el que la colocó en la mesa…

En cualquier caso yo sabía que había sido uno de ellos, desde temprana edad me he caracterizado por dar la cara y asumir mi responsabilidad cuando he cometido errores, así que, no sin temor, me puse de pie y me señalé como uno de los responsables. Pero Don Antonio sabía que fuimos más de uno e insistió, hasta que no salgan todos, no sale nadie de clase y el castigo será ejemplar. Temblón, se levantó Manuel Pozo, uno de mis compañeros implicado en tan terrible tropelía. Ambos éramos de risa fácil, de esta que intentas controlar pero no puedes, pero en aquellos momentos sentíamos auténtico pavor. Nadie más se levantó, el resto se mantuvo en silencio con la cabeza gacha, entre ellos uno de los que más grado de responsabilidad tuvo, pero ni Manuel ni yo éramos unos chivatos. Don Antonio se dio por satisfecho y concluyó la redada.

En aquellos instantes hubiera preferido uno de aquellos bofetones que Don Antonio solía dar, como el que me arreó un día cuando me hicieron reír durante el rezo, uno de los peores crímenes que podía cometer un crío de 13 años en aquella época en la que aún vivía Franco, aunque le quedasen dos telediarios. Aguanté la risa como pude pero Don Antonio me quincó, y sin dejar de rezar, me indicó que saliese de mi pupitre y me colocase a su izquierda. Finalizado el Padre Nuestro, empezó a persignarse… en el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo… ¡ZASSS! Remató dándome una de las mayores bofetadas que me ha dado nadie al margen de mi padre, que también se las gastaba a base de bien aunque se las diese de simpatizante del comunismo, de manera que desde temprana edad aprendí que se puede ser muy cabrón con independencia de la ideología que se tenga. Pero volviendo a Don Antonio, el día de la redada de la lagartija solo nos dijo que se iba a pensar el castigo con tranquilidad, y aquello nos acojonó aún más.

Nos tuvo en vilo varios días haciendo honor a su sadismo, hasta que por fin dictó sentencia. Mi compañero Manuel y yo deberíamos permanecer de cara a la pared durante el resto del curso a la hora del recreo. Además, con independencia de los resultados reales obtenidos en los exámenes de ese trimestre, los cuales aprobé todos, escribió en el boletín de notas  “muy deficiente en todas las asignaturas” dando una bofetada a nuestra nota media del curso, que en mi caso pasó de ser notable a un escueto suficiente, una mancha que aún persiste en mi expediente académico. Aquel curso perdí la fe en el sistema educativo.

Los cobardes se fueron de rositas, pero a los que tuvimos la entereza de dar un paso adelante, de nada nos sirvió el gesto, pues vale que hubiésemos de permanecer de cara a la pared en el recreo durante el resto del curso, pero manchar un expediente académico como si se tratara de reseñar unos antecedentes penales, no tenía perdón del dios al que rezaba aquel maldito estampillado. Aquel curso también perdí la fe en la justicia.

Lo de mi compañero Manuel solo quedó en eso, que ya era bastante, pero mi calvario no acabó ahí. Don Antonio hizo llamar a mi padre, al que conocía porque sus padres, mis abuelos paternos, habían sido compañeros de profesión de algunos profesores del colegio. Don Antonio relató a mi padre el crimen que había cometido y las consecuencias que había tenido aquel espantoso acto en mis calificaciones. A pesar de que mi padre y mi abuela paterna, severos como un látigo, controlaban mis estudios a rajatabla, pues estudiaba ante su presencia, lejos de defenderme en lo que a las notas se refiere por eso de que dañaban mi expediente académico, se limitó a darme una paliza por haber “mancillado su honor” y me mantuvo castigado en casa durante toda la Semana Santa… sangre de Cristo, aunque mi padre no creía un carajo en nada ni en nadie que no fuese en sí mismo, mucho menos en mí.

Hace muchos años que ambos crían malvas, pero a veces sueño con ellos. Anoche, como dije al principio, soñé con Don Antonio. Aparecía igual, con esa planta erguida, mirando altivo hacia el frente como Mussolini, con las manos entrelazadas en la espalda a la altura del trasero según caminaba. Pero en el sueño yo era tal cual soy ahora, un tipo forjado por las experiencias de la vida, curado de espanto, de vuelta de todo. Le hice una señal al Don Antonio onírico indicándole que se acercara, y con toda calma, sereno, sin resentimientos, le reproché su actitud, su sadismo, el comportamiento que tuvo con sus alumnos en general y conmigo en particular. Y entonces su figura altiva empezó a menguar, a menguar y a menguar hasta disolverse en la nada…

Sentí una cálida mano sobre mi rostro, era la mano de Lobita, y entonces con los ojos entre abiertos pensé… he ganado y vosotros habéis perdido, y si algo he aprendido “gracias” a vosotros ha sido saber amar a los míos y no dejarme avasallar por nadie.