domingo, 20 de octubre de 2013


ALGUNAS VECES IMAGINO

Algunas veces, en los días desapacibles como hoy, esos que coinciden con circunstancias desapacibles que solo te dan opción a refugiarte en los pensamientos, imagino que estoy a bordo de un velero, que bien podría haber sido este que aparece en esta ilustración realizada por mí, y que regalé a unos buenos amigos… o quizá, por remontarme a otros tiempos en los que hubiera encajado mejor, pongamos que a bordo del bergantín Beagle, al mando del capitán Roberto Fitzroy a finales de 1828.
Me imagino en el Beagle, fondeado en el canal del mismo nombre, frente a la población de Ushuaia, allá en la Patagonia Argentina, esa tierra hermosa y por entonces indómita, de la que tantas veces me habló mi tía Juli. Imagino a una tripulación exhausta, pero satisfecha y orgullosa  por haber superado el capeo de los  temporales, en ocasiones infernales, que se generan  por la zona del cabo de Hornos. Los imagino como estaría yo, deseoso de conocer nuevos territorios inexplorados, de esos que aún quedaban por aquella época en el último confín de la Tierra. ¿La recompensa? Quizá bastara con estar en el rol del buque cuyo nombre dio al canal, un reconocimiento que prevalecerá en los anales de la historia.

Un par de días para recuperar fuerzas, y después a los botes, para hidrografiar el canal Murray o para explorar Isla Hoste en la orilla chilena del Beagle, y contactar con los indios Ona, con los que a lo mejor me habría quedado… quien sabe.

Por las noches escribiría cartas a la luz de un candil, relatando mis aventuras y desventuras, misivas que quizá llegarían al destino mucho después de haberlas espichado, tal vez atacado por un puma, o a causa de una pulmonía. Las cartas  serían leídas por la familia  al calor de una chimenea, o por los amigos en la taberna de marras, cartas leídas en voz alta mientras saborean unas pintas y brindan a mi salud y por los viejos tiempos. Esas cartas, puede que las guardara alguien en alguna parte, y puede que con el tiempo, fuesen descubiertas por las hijas, por los nietos, o por el hijo de un amigo, cartas amarilladas por el paso del tiempo, pero con todo su contenido intacto y la esencia que imprime  un texto escrito de puño y letra, esos trazos únicos que definen a quien cuenta la historia.

Me gusta escuchar el sonido del viento, y a propósito, dejo una rendija de la ventana abierta para que silbe, imaginando que lo que silban son las jarcias del velero. Imagino historias en mi cuarto, sentado en un sillón, mientras pierdo la mirada en el cielo y escucho alguna banda sonora que evoque los sonidos del mar. Lo hago para descansar un rato de estas circunstancias que me mantienen encallado en una costa yerma y desangelada, en la que no queda nada por explorar, un lugar que no da para escribir  sobre  temas de  descubrir tierras vírgenes o sobre grandes aventuras.

En este mundo  apenas se escribe ya con pluma sobre un papel, y  apenas nadie lee en voz alta para que otros escuchen las  historias mientras se toman unas pintas. La gente, sencillamente ya no escucha historias, solo se embute en las nuevas tecnologías para conectarse con quien no ven mientras ignoran a quien tienen al lado.

Lo que silva es la ventana entre abierta de un bloque de apartamentos  y lo que me saca del trance son los gritos de un vecino que está viendo un partido de futbol.  Lo que escribo, con independencia de que sea una aventura, una desventura o una mierda pinchada en un palo, no amarilleará en un papel, ni será descubierto por nadie  con el paso del tiempo con la misma intriga que pueda generar una carta escrita sobre un papel amarillado por el paso de los años, papel pasto de los lepismas, esos insectos devoradores de almidón que campan por sus respetos amparados  entre las hojas de los libros.

 El texto se perderá en el infinito de una red virtual que devora infinidad de información sin apenas procesarla, un texto escrito con caracteres estándar, tipo Arial para más señas, que no dice nada sobre mí, un texto transferido por los golpes secos a un teclado.  

Será leído, quizá hoy y puede que mañana, pero después  se difumará hasta desaparecer, sin dar oportunidad a que un día, una hija, una nieta o el hijo de un amigo, descubra una carta amarillada por el paso del tiempo, que cuenta una historia de su puño y letra, aunque no sea la del capitán Roberto Fitzroy y su intrépida tripulación, sino la de alguien que sueña con veleros y territorios inexplorados, sentado en el sillón de su casa, mientras escucha el silbido del viento por su ventana, mirando al cielo o realizando unos trazos en papel Guarro con un una estilográfica y algo de tinta china, intentando recrear su fantasía… todo para descansar un rato de las circunstancias.

 

J.M. Arroyo