viernes, 2 de marzo de 2018


Ella estaba a punto de entrar en Picolita, la emblemática tienda gaditana de artes plásticas donde suele aprovisionarse de los consumibles a los que tanto partido saca. Desconocía que yo estaba esperándola por los alrededores mientras hacía tiempo cazando pajarillos en la Plaza Mina. La vi llegar de lejos, y a medida que se acercaba a la tienda, observé su gesto.
Se me antojó ilusionado, como quien espera llevarse una sorpresa, la de la tienda abierta, quizá temiendo que estuviese cerrada. A fin de cuentas ese establecimiento, superviviente donde los haya, suele ser la génesis de sus creaciones, un papel, una tinta, un lienzo, para que su cabecita inquieta dé salida a tanto ingenio. Era preciso pues, que la tienda estuviese abierta, o quizá sean las elucubraciones de un padre orgulloso por quien siempre será su pequeña, pequeña pero más valiosa que un imperio.
El caso es que abandoné a un gorrión que posaba encantado para mí, y disparé apresuradamente hacia mi hija Gloria aprovechando el factor sorpresa, qué sorpresa para ella, cuánto regocijo para mí.



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