martes, 18 de marzo de 2014



U L T R A M A R I N O S

...Otro que zozobra, este de los últimos de Filipinas, tras sufrir entre otras,  las andanadas de esos buques corsarios que campan por sus respetos por los océanos de la globalización… las grandes superficies, que son como portaaviones  de la clase Nimitz, y la invasión de sampanes chinos, no menos temibles por estar hechos de juncos y ser de vela.

A esta tienda de ultramarinos le queda poco fuelle, como mucho hasta Semana Santa, según leí en la prensa. Después,  el cierre, y probablemente su reconversión a una tienda de todo a un euro y made in China, pauta que han seguido la mayoría de los pequeños comercios del centro de la ciudad… así de triste. Pero los alquileres suben, las normativas se endurecen, los impuestos también, no se vende un carajo y la cosa ya no es rentable, solo lo será para los chinos, que pagan bien al estar liberados de ciertas “ataduras” como las relativas a los derechos de los trabajadores, y pueden pasarse la normativa por el arco de su muralla… la china.

A los jóvenes de ahora, puede que les suene a chino lo de ultramarinos, qué paradoja, porque a fin de cuentas, hoy en día casi todo viene de China que está en ultramar. Puede que alguno crea que un Ultramarino es un cargo de la armada próximo al Almirante, algo que no me sorprendería, pues eso de la mili ya no se lleva… lo que me hace a caer en la cuenta de la edad que tengo.

El caso es que las tiendas de ultramarinos tenían su aquel. En Cádiz solían regentarlas los montañeses, oriundos de Cantabria, y en estos establecimientos se expendían productos alimenticios, muchos de ellos a granel. Solían vender de todo un poco en el marco de lo alimentario, y antaño solían tener productos que no eran comunes en la región, esos que venían de ultramar, sobre todo determinadas especias, de ahí el vocablo ultramarinos.

Las tiendas de ultramarinos   se caracterizaban por detalles que me vienen al recuerdo, como la figura del chichuco, o mozo de almacén, que acometía las labores más ingratas del negocio por un sueldo exiguo y con la promesa de dirigir en un futuro el negocio si era espabilado. Entre las faenas, se encontraba la de llevar los pedidos a las casas de los más pudientes. También era un clásico la balanza romana, o el molinillo de café, y otros enseres destinados a medir y tratar los productos a granel que solían estar contenidos en sacos de esparto o en barricas.

Recuerdo aquellos mostradores de mármol y madera, algunos con filigranas, y el olor a queso y mosto. Recuerdo también el serrín desparramado por algunas partes del suelo para contener los fluidos derramados. Generalmente, una de las esquinas del mostrador estaba destinada a cumplir las funciones de bar, donde los hombres solía consumir sus chatos o sus tercios de cerveza, y alguna tapa de queso manchego o aceitunas con anchoas, mientras hablaban, como siempre, de fútbol, y nada sobre el gobierno por eso de la dictadura.

Recuerdo  también la entrada al almacén,  pobremente iluminado por polvorientas bombillas de poca potencia, un lugar con cierto misterio para aquellos que, siendo unos mocosos, lo veíamos desde el otro lado del mostrador. Era como si al atravesar ese umbral se accediera a un mundo desconocido e intrigante. Y recuerdo aquellas estanterías repletas de latas de conservas, y las neveras con estructura de madera, la cortadora de embutidos.

Y la libreta… si, aquella en la que se anotaba lo que la gente dejaba a deber, todo un clásico. Puede que los productos fueran más caros que en los supermercados, y por supuesto que en las grandes superficies, pero si  Manuela, la del segundo izquierda del número tal de la calle Pascual, no llegaba a fin de mes, podía dejar fiado y pagar a primeros de mes…a ver qué Mercapollas o Carreleches permite eso. Era lo que tenía el trato cercano de los comercios de barrio, donde se dejaba fiar y donde, dicho de paso, se aireaban los chismorreos del vecindario.

Pero ya quedan pocos ultramarinos, los que se cuentan con los dedos de una mano y menguando, como este de Barreda en el nº 1 de la Calle San José en Cádiz. Los ultramarinos hacen agua, como tantas otras cosas, se hunden y dejarán de formar parte del patrimonio histórico de las ciudades, entre otras cosas porque en este país en general y en  Cádiz en particular,  eso de conservar, como que no se lleva, pobre tacita de plata.

Pero ya se sabe, “en Cai hay que mamá”… Así nos va.

 

 

 

 

 

3 comentarios:

  1. Jolín...............que maravillosa vuelta a mi infancia...........gracias José María.

    Besos.

    ResponderEliminar
  2. Consuelate pensando que los chicos de ahora tal vez añoren tambien las grandes superficies cuando sean mayores.

    ResponderEliminar