U L T R A M A R I N O S
...Otro que zozobra, este de los
últimos de Filipinas, tras sufrir entre otras, las andanadas de esos buques corsarios que
campan por sus respetos por los océanos de la globalización… las grandes
superficies, que son como portaaviones de
la clase Nimitz, y la invasión de sampanes chinos, no menos temibles por estar
hechos de juncos y ser de vela.
A esta tienda de ultramarinos le
queda poco fuelle, como mucho hasta Semana Santa, según leí en la prensa.
Después, el cierre, y probablemente su
reconversión a una tienda de todo a un euro y made in China, pauta que han
seguido la mayoría de los pequeños comercios del centro de la ciudad… así de
triste. Pero los alquileres suben, las normativas se endurecen, los impuestos
también, no se vende un carajo y la cosa ya no es rentable, solo lo será para
los chinos, que pagan bien al estar liberados de ciertas “ataduras” como las
relativas a los derechos de los trabajadores, y pueden pasarse la normativa por
el arco de su muralla… la china.
A los jóvenes de ahora, puede que
les suene a chino lo de ultramarinos, qué paradoja, porque a fin de cuentas,
hoy en día casi todo viene de China que está en ultramar. Puede que alguno crea
que un Ultramarino es un cargo de la armada próximo al Almirante, algo que no
me sorprendería, pues eso de la mili ya no se lleva… lo que me hace a caer en
la cuenta de la edad que tengo.
El caso es que las tiendas de
ultramarinos tenían su aquel. En Cádiz solían regentarlas los montañeses,
oriundos de Cantabria, y en estos establecimientos se expendían productos
alimenticios, muchos de ellos a granel. Solían vender de todo un poco en el
marco de lo alimentario, y antaño solían tener productos que no eran comunes en
la región, esos que venían de ultramar, sobre todo determinadas especias, de
ahí el vocablo ultramarinos.
Las tiendas de ultramarinos se
caracterizaban por detalles que me vienen al recuerdo, como la figura del chichuco,
o mozo de almacén, que acometía las labores más ingratas del negocio por un
sueldo exiguo y con la promesa de dirigir en un futuro el negocio si era
espabilado. Entre las faenas, se encontraba la de llevar los pedidos a las
casas de los más pudientes. También era un clásico la balanza romana, o el
molinillo de café, y otros enseres destinados a medir y tratar los productos a
granel que solían estar contenidos en sacos de esparto o en barricas.
Recuerdo aquellos mostradores de
mármol y madera, algunos con filigranas, y el olor a queso y mosto. Recuerdo también
el serrín desparramado por algunas partes del suelo para contener los fluidos
derramados. Generalmente, una de las esquinas del mostrador estaba destinada a
cumplir las funciones de bar, donde los hombres solía consumir sus chatos o sus
tercios de cerveza, y alguna tapa de queso manchego o aceitunas con anchoas,
mientras hablaban, como siempre, de fútbol, y nada sobre el gobierno por eso de
la dictadura.
Recuerdo también la entrada al almacén, pobremente iluminado por polvorientas
bombillas de poca potencia, un lugar con cierto misterio para aquellos que,
siendo unos mocosos, lo veíamos desde el otro lado del mostrador. Era como si
al atravesar ese umbral se accediera a un mundo desconocido e intrigante. Y
recuerdo aquellas estanterías repletas de latas de conservas, y las neveras con
estructura de madera, la cortadora de embutidos.
Y la libreta… si, aquella en la
que se anotaba lo que la gente dejaba a deber, todo un clásico. Puede que los
productos fueran más caros que en los supermercados, y por supuesto que en las
grandes superficies, pero si Manuela, la
del segundo izquierda del número tal de la calle Pascual, no llegaba a fin de
mes, podía dejar fiado y pagar a primeros de mes…a ver qué Mercapollas o
Carreleches permite eso. Era lo que tenía el trato cercano de los comercios de
barrio, donde se dejaba fiar y donde, dicho de paso, se aireaban los
chismorreos del vecindario.
Pero ya quedan pocos ultramarinos, los que se cuentan con
los dedos de una mano y menguando, como este de Barreda en el nº 1 de la Calle
San José en Cádiz. Los ultramarinos hacen agua, como tantas otras cosas, se
hunden y dejarán de formar parte del patrimonio histórico de las ciudades,
entre otras cosas porque en este país en general y en Cádiz en particular, eso de conservar, como que no se lleva, pobre tacita
de plata.
Pero ya se sabe, “en Cai hay que mamá”… Así nos va.
Doy fe de todo lo que relatas...
ResponderEliminarJolín...............que maravillosa vuelta a mi infancia...........gracias José María.
ResponderEliminarBesos.
Consuelate pensando que los chicos de ahora tal vez añoren tambien las grandes superficies cuando sean mayores.
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