COMO EN UN CUENTO NAVIDEÑO.
Día 24 por la mañana. Mi hija
Gloria nos contó que había soñado con perros, sin que sospecháramos que se
trataba de una premonición. Después del desayuno, al Grinch le tocó ir a por una
bombona de butano, así que fui a la gasolinera más cercana donde las
distribuyen habitualmente, pero resultó que las bombonas se habían agotado, de
manera que tuve que ir a otra que estaba en casa dios. Me dije, ya empezamos
con la ironía navideña.
Circulaba por la carretera A-2001 en dirección a Sanlúcar de Barrameda, y al llegar a la primera curva a derechas, a la altura del PK 0.5 después del recinto ferial, vi las marcas en el asfalto de un accidente sucedido días atrás, en el que una mujer que se dirigía al centro penitenciario a visitar a dos hijos encarcelados, se estrelló contra un autobús escolar, pereciendo en el acto. Qué putada, pensé, otra ironía del “milagro” navideño.
Ochocientos metros más adelante, atisbé a cierta distancia un pequeño animal, que por la relativa lejanía confundí con un gato. Caminaba errante por el centro de la calzada mientras una serie de coches que se dirigían en dirección contraria a la mía, esquivaban al animal in extremis. Esperaba que el animal, que al poco reconocí como un perro pequeño, cruzara a un lado u otro de la carretera, pero seguía corriendo en zigzag por la mediana en dirección hacia mí en una trayectoria suicida.
Eché un rápido vistazo por los retrovisores, y tras comprobar que no venía ningún vehículo más alegre de lo razonable, puse las luces de emergencia y reduje considerablemente la velocidad para no cepillarme al pobre animal, y de paso alertar a los demás para que hiciesen lo propio. Ya de cerca, comprobé que se trataba de un cachorro de podenco de unos cuatro o cinco meses, de color blanco y canela y con un collar… Pensé, eres carne de neumáticos, si paso de ti estás perdido.
Me aparté a un lado de la carretera,
pues afortunadamente había espacio suficiente para no interferir el tráfico y no
generar una situación de riesgo. Tal como abrí la puerta, el pequeño perrillo,
que ya me había rebasado y seguía por el centro de la carretera en dirección
hacia El Puerto, se percató, y siguiendo tal vez su instinto, dio media vuelta
y se dirigió directamente hacia mí agachándose en actitud sumisa, con temor,
pero a la vez como si supiese que no le quedaba otra que agarrarse a algo para
salir de aquel infierno, aunque fuese un clavo ardiendo. Para no intimidarlo y
evitar que del susto saliese huyendo hacia la carretera, permanecí sentado y lo
atraje haciéndole carantoñas y extendiéndole las manos para que las oliese, y
en cuanto lo tuve a mano, lo atrapé y lo metí en el coche.
Y ahora qué hago contigo Sentencia, le dije, pues si me lo hubiese quedado, así lo habría llamado. Y quien cojones te puso ese collar tan espantoso, color verde turquesa y con un lacito… manda huevos la perrería que te han hecho colocándote ese collar. Dejarlo en la cuneta era sentenciarlo a una muerte casi segura, de manera que el nombre de Sentencia le venía al pelo, pero si lo llevaba a casa, el que corría peligro de muerte era yo.
Como tenía que ir aún por la bombona, y la gasolinera estaba a unos tres kilómetros, pensé que tal vez en ese lugar supiesen de quien podía ser, así que abrigué la esperanza y tras colocar al perro en la parte trasera, me dirigí hacia allí. A la chica que me atendió no le sonaba de nada el perro, ni siquiera por el collar, que vaya tela, como para no reconocer el puñetero collar, así que no pude más que dejarle mi número de teléfono por si alguien aparecía por allí buscando al chucho.
De vuelta a casa no hacía más que darle vueltas a la posible reacción de Lobita cuando me viese aparecer con el perro… Sentencia, le dije, nos va a caer la del pulpo. A ti tal vez no, pero a mí me van a tirar por la ventana cuando entre contigo en brazos. Maldita navidad… maldita la hora en la que te has escapado, o lo que parece más probable, maldito hijo de puta el que te haya abandonado en una carretera para que te conviertan en alfombra.
Sentencia, al que coloqué en el suelo en el lado del copiloto para que fuese más tranquilo, me observaba entre temeroso y aliviado a la vez que posaba su húmedo hociquillo en mi mano derecha, posada sobre la palanca de cambios para tenerlo a mano y darle carantoñas tranquilizadoras con el fin de mitigar el tembleque del susto que aún tenía.
En estas, llegó la hora de la verdad. Con cara de cordero camino del patíbulo, abrí la puerta justo en el instante en el que Lobita aparecía por el pasillo…
¡NO! ¡NI SE TE OCURRA¡ Lobita me comía con la mirada y mis cojones marineros se tiraron por la borda espantados. Mi hija Gloria, que estaba dibujando en su cuarto, al escuchar el alarido loberil, no necesitó ver nada para entender que yo había entrado a casa con algún bicho, así que salió con cara de guasa por la puerta, dispuesta a disfrutar del espectáculo.
Para quitarle hierro al asunto, le dije apresuradamente a Lobita, que saqué al perro de un apuro in extremis, que probablemente tenía dueño y que me pondría en marcha para buscarlo inmediatamente, un, dos, es aro... Así que dejé el perro en casa como si me quemase entre las manos mientras Gloria se partía la caja con la escenita, y regresé cagando leches a la zona donde lo recogí con la esperanza de encontrar a alguien buscándolo, a la par que preguntaba por las casas más cercanas, pero tras una hora dando vueltas, el resultado fue infructuoso.
Era hora de comer y regresé a casa con el acojone pertinente, pero para mi sorpresa, pese a que Lobita amenazaba con ejecutar al perro si se meaba o se cagaba en casa, comprobé que éste se iba detrás de ella con absoluta confianza. Lobita se encargó de comprarle un par de latas de comida perruna, le dio agua y le habilitó una toalla para que se pudiera tumbar. En el fondo sabía que a Lobita le gustaba el perro, y yo albergaba la posibilidad de que si no aparecía el dueño, podría convencerla para que se quedara en casa, una posibilidad, eso sí, remota como el Himalaya.
En El Puerto no encontré veterinarios de guardia, pero se me ocurrió llamar a la policía local para preguntar si tenían escáner de chips para perros, y me dijeron que sí. Paralelamente llamé a una buena amiga, Gloria Esteban, para que me asesorase, pues estaba muy implicada con los animales.
El año pasado la ayudé en la búsqueda de su perro Tango desaparecido en un pinar, pero desgraciadamente apareció muerto en una cuneta. Su respuesta fue clara, “convence a tu mujer para que quiera mucho al perro y yo lo amadrino corriendo con los gastos del veterinario y la comida.” No se quedaba con el perro porque tras la muerte de Tango, adoptó a una gata. Grande mi amiga Gloria.
Con todo, la primera duda que había que despejar era si tenía chip, si lo tenía encontraría al dueño, pero desgraciadamente el escáner de la policía no detectó nada, solo pude dejar mis datos por si lo reclamaban. Mas, dada la hora que era, quienes lo habían “perdido”, no parecían tener mucha prisa en reclamarlo, pues en la policía no había aviso alguno de perro desaparecido. Menudo marrón, pensé.
Previamente había llamado a casa de mi madre, donde teníamos previsto cenar con ella y con mi hermana y su prole. Cogió el teléfono mi cuñado y le dije, oye, que vamos con demora porque he encontrado a un perro en la carretera, tengo que pasar por la policía, y si no tiene chip y no doy con el dueño, tendré que llevar al perro con nosotros porque no es plan dejarlo solo en casa. Me dijo, vale, llámame con lo que sea, que lo mismo nos quedamos con él. Me quedé sorprendido.
Cuando volví a llamar a casa de mi madre, volvió a coger el teléfono mi cuñado. Le dije, el perro no tiene chip, a lo que mi cuñado respondió, nosotros hemos comprado una correa. Me dije, joder, al final va a resultar que lo de los milagros navideños de los cojones va a ser verdad. No puede ser tan fácil. Regresé a casa con el perro y con Gloria, que me acompañó a la policía, y le di la noticia a Lobita. Si no aparece el dueño, parece que se lo quedará mi hermana. Eso la tranquilizó y cesó la tensión, aunque me daba la impresión de que a ella acabaría gustándole el perrito.
Lobita y Gloria empezaron a acicalarse para ir a cenar, y yo aproveché para relajarme un poco, pues no paré en todo el día por la movida del dichoso perro. Estuvo tumbado un rato a mi lado mientras trasteaba en el ordenador, pero poco antes de irnos, salió del cuarto y le perdí la pista en la casa. En estas apareció Gloria apresuradamente por mi habitación con gesto entre divertido y preocupado sabiendo la que se avecinaba, siseándome al oído que el perro acababa de mearse en el sofá preferido de Lobita… Dios, pensé, al final la vamos a cagar Sentencia, nos queda un cuarto de hora, o nos matan o terminamos en la carretera los dos juntos.
Cagando leches salí hacia el salón para comprobar las dimensiones de la micción canina con la esperanza de que no fuese enorme, pero lo era. Empecé a retirar fundas y cojines, temiendo perder los cojones, pero el daño era inocultable y tuve que confesar. Lobita… el perro se ha meado en tu sofale… pero piensa en positivo, esto no volverá a suceder…
La cara de Lobita era un poema, el perro se quitó de en medio, y yo me encomendé a los dioses. Manchó la funda principal, un par de cojines, pero no caló demasiado, así que por ahí me libré. Lavadora de emergencia y a cenar a casa de mi madre mientras Lobita blasfemaba en arameo, eso sí, con mucho estilo.
Llegamos con la tranquilidad de que se iban a quedar con el perro, que ya vieron por fotografías, pero lo que no me esperaba era el impacto que iba a crear en mi hermana y su prole. Al ver a Sentencia se desataron las emociones, mi sobrina empezó a llorar de la emoción y todo eran arrumacos para el perro. Después lo comprendí todo.
Mi hermana y mi cuñado han tenido varios perros, pero con el paso del tiempo fueron falleciendo por cosas de la edad. El último fue Choco, y pasado el duelo, se plantearon adoptar uno, detalle que yo desconocía. Pero mira por dónde el Grinch apareció con uno debajo del brazo, y el hasta entonces Sentencia, acabó convertido en lo que calificaron como el mejor regalo de Navidad de todos los tiempos.
El perro se adaptó enseguida a todo el mundo, parecía que había vivido toda la vida entre nosotros, además se puso a dormir a pata suelta después de zamparse otra lata de comida para perros. Mientras dormía ajeno a todo, empezó a barajarse cómo se iba a llamar. El nombre de Sentencia no iba a colar, sobre todo en lo que a mi sobrina se refiere, pues el asunto del bautizo iba a correr por cuenta de ella. Empezó por Harry. Pensé, mola… Harry el Sucio, pero no cuajó. De Harry pasó a Canelo, de Canelo a Harley, y así sucesivamente. Como no se ponían de acuerdo, sugerí el nombre de Variable, pero tampoco coló, así que me di por vencido, además esa ya no era mi guerra.
No hubo llamadas reclamando al perro, a día de hoy no las ha habido, y visto el impacto que produjo, sobre todo en mi sobrina, me dije, ya no hay vuelta atrás, que se hubieran movilizado antes, eso suponiendo que no haya sido el frecuente y triste caso de animalito de regalo rechazado y abandonado con lacito y todo en la carretera. Del mismo modo que me movilicé y fui a la policía tratando de localizar a sus dueños, estos podrían haber hecho lo mismo. Además tengo la absoluta tranquilidad de que el perro estará en las mejores manos, de otro modo no lo habría entregado.
La cena en familia transcurrió con tranquilidad con un invitado inesperado que fue el que más cariño recibió. De vez en cuando se acercaba a mí y me daba la patita, no sé si agradecido. No me jodas, pensé, que te tengo que dejar cuando en el fondo me encantaría quedarme contigo. Pero la vida es así y en cierto modo Lobita tenía razón, tenemos otras responsabilidades que atender y un perro en casa podría complicar las cosas más de lo que están. Hay que ser responsables. Quizá más adelante…
Finalizada la cena, ya entrada la Navidad, Lobita, Gloria y yo regresamos a casa. Por el camino, en el horizonte hacia el oeste, centelleaban rayos que anunciaban la inminente llegada de las lluvias. Me dije, después de todo va a resultar que los milagros navideños existen. El perro ha encontrado un lugar de acogida y además va a llover en Navidad, como me gusta a mí. Aunque un milagro de cojones habría sido poder convencer a Lobita y que a estas horas hubiese escrito un final ligeramente distinto, con un perro llamado Sentencia tumbado junto a mí.
Pero bien está lo que bien acaba, y esta historia, como un cuento navideño noño, ha tenido un final cojonudo para Sentencia, Harry, Canelo o como cojones acabe llamándose el perro, al que espero le quiten ese horroroso collar. Se fue a la Costa del Sol a vivir una nueva vida, y supongo que lo volveré a ver. Espero que para entonces se haya olvidado de mí, pues será señal de que habrá olvidado el horror que experimentó en el PK 1.3 de la carretera A-2001.
No está mal para ser un puñetero
Grinch ¿No?
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