A mí, como a tantos de mi generación, un día me llegó una carta oficial. Venía a decir a groso modo; “Preséntese el día tal a la hora cual en la Comandancia de Marina en Cádiz. De no presentarse, prisión militar”.
Allá que fui por cojones, y a las pocas horas de recibir una
cartilla a la que llamaban “la blanca”, me “secuestraron” unos tipos muy altos
a los que llamaban calimeros, y me
metieron con otros cientos de secuestrados, en un tren con destino al hotel
CEIM de Cartagena. Oye, y sin dar explicaciones a mi madre.
Me pelaron al cero, me dieron ropa de color verde, y a
partir de aquel día, me pusieron a marcar el paso y a revolcarme por el lodo
entre detonaciones, canciones absurdas y gritos en la oreja. Y luego a lavar la
ropa, jope, y que quedara impoluta. Tras varios meses de secuestro en Cartagena,
me cambiaron de “hotel” junto con alguno de mis “consecuestrados”, trasladándonos
a las playas del sur. De veraneo, decían, aunque aún era invierno.
Allí nos llevaron de crucero en buques de guerra en los que,
en las navegaciones con temporal, los vómitos y los excrementos flotaban en agua
mezclada con orines. Nos mareaban durante tres o cuatro días por el Golfo de
Cádiz, o por el Estrecho de Gibraltar, y después nos soltaban de mala manera en
la ensenada de Zahara de los Atunes, a bordo de lanchas que casi nunca llegaban
a la misma orilla. Con lo que jode mojarse entero en noviembre.
A partir de un lugar llamado cabeza de playa, nos llevaban
de excursión al monte. Primero nos trasladaban muy lejos a bordo de camiones o
cacharros que volaban, de los que nos hacían bajar en marcha. Siempre con
prisas, siempre a gritos, susórdenes, y demás. Después nos hacían regresar al punto
de partida a pie, pero dando muchos rodeos, y con muchos sobresaltos por el
camino. La línea recta era una utopía.
Caminábamos siguiendo a un tipo con estrellas, día y noche, sin apenas comida, con lo justo de agua, sobrados de sueño, con lo puesto, durante días y días, y más días y más noches. Hedor a humanidad, olor a salitre, a aceite de armas y pólvora, a fogata y a romero. Y muchas ampollas en los pies.Y así, durante 18 meses, secuestrados sin chistar, sin llamar a los papás o a las mamás, sin que hubiera más pandemia que la llamada “todo por la patria”.
A pesar de aquello, salvo algunos pobres diablos con muy
mala suerte, la mayoría salimos airosos. Incluso reforzados. Muchos, aprendimos
sobre la vida a marchas forzadas, e incluso disfrutamos, a pesar de los muchos
momentos adversos. Fueron precisamente los momentos adversos los que forjaron
la camaradería entre los compañeros de bien, y el tamiz que separaba a los
infames de condición.
No es que fuese una situación idílica. En realidad, era una
putada colosal. Pero tuvimos la capacidad de darle la vuelta a la tortilla. Nos
recompusimos, y logramos extraer agua, de lo que en principio era lodo. Muchos
aún se reúnen para rememorar aquellos tiempos, aunque no es mi caso. Soy rarito
para esas cosas. Prefiero dejar el pasado tal como está, guardado en una urna,
que luego la gente cambia y llegan las decepciones.
“Secuestrados” por 10 días, por el bien de la sociedad, que
incluye a sus familias, y no por ese concepto abstracto e impreciso del “todo
por la patria” por el que, en mi caso, me retuvieron durante 18 meses y un día.
Encima hay que compadecer a la chiquillada, mientras sus papis y sus mamis
sufren el atroz cautiverio de sus “pequeños” en un hotel. Tendrían que haberse
planteado, puestos a tutelar, si era conveniente dejarles salir de viaje a un
destino en el que se vendían todas las papeletas para contraer el puto virus, o
quedar atrapados por el caos que trae aparejado. Si al menos fuesen capaces de
asumir las consecuencias de sus actos…
Está claro que las varas para medir el sufrimiento varían con el paso del
tiempo, lo que no tengo claro es si eso es bueno o es malo. Va a ser malo, me
temo. Cada vez peor, sobre todo para ellos, ellas y elles.
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