La noche ha sido intensa, mucho más de lo que he podido retener al despertar. Yendo a lo que recuerdo, estaba en el interior de un coche, de noche. Unos polis malos, americanos para más señas, se acercaban para darme matarile, pero me adelanté en la virada. Liquidado el asunto, salí del coche esgrimiendo una Remington del 12 y al poco me encontré con mi amigo Víctor Crespo, que andaba por allí.
-Oye, cuánto te costó sacarte el
carné de conducir- le pregunté.
-Veinte mil pavos- respondió.
-Qué disparate.
Luego caí en la cuenta de que
tenía carné, que solo tenía que renovarlo. A Víctor le perdí el rastro en las
tinieblas, su elemento a fin de cuentas, así que no me inquietó. Seguí mi
andanza nocturna, aún con la del 12 encima. Entonces fui testigo de una escena
que da cierta consistencia a este disparate onírico.
Un
hombre enorme de raza negra, de estos apretados pero con cara amable, entró en
escena. Se llamaba Obongo o algo así, según me pareció escuchar, un nombre que
no existirá salvo en mi sueño. Conversaba con gesto grave con la que parecía su
esposa. Ella le preguntó que dónde había estado. Él sacó un revólver de un
bolso, y al abrir el tambor, en vez de balas, salió arena. Arena de una playa sudafricana.
La
mujer interpretó aquello como una infidelidad, pues al parecer cuando Obongo
partió, no habló de ir a Sudáfrica, sino a otro lugar que desconozco. Obongo no
negó la mayor ni dio explicaciones a su esposa. Se limitó a guardar silencio, y
claro, quien calla otorga. Ella dio por hecho que en Sudáfrica había otra mujer,
y que Obongo fue a darle encuentro para tener una aventura. Una aventura en una
playa sudafricana.
A
la esposa de Obongo se le partió el corazón en ese instante, y se marchó
despechada. Él, también con el corazón roto, la dejó marchar sin más, pensando que
con el tiempo, ella, cuyo nombre no supe, tal vez olvidaría al infiel Obongo, y
podría rehacer su vida con otra persona. A mí también se me debió partir el
corazón en el sueño, pues estuve algo inquieto. Para el organismo, aquella era
una situación real.
Tras
un impasse onírico que no puedo precisar, supe lo que había sucedido en
realidad. Obongo no había sido infiel a su amada esposa. Estuvo en una playa
sudafricana para ver la mar por primera y última vez. Lo decidió cuando le dijeron
que tenía un cáncer terminal. Prefirió no decirle nada a su mujer, dejándola
creer que le había sido infiel para que lo odiara. Una vez transformado ese
odio en indiferencia, su amada esposa podría liberarse y tener otra oportunidad
para rehacer su vida con otra persona, o quizá sola. Obongo debía intuir que si
le decía que estaba a punto de morir, ella permanecería al pie de su tumba llorando
su muerte para los restos, y él no quería eso para ella. Lo que parecía una
infidelidad, era un acto de amor supremo.
La
moraleja de esta parte del sueño quizá sea que lo importante no es que nos
recuerden por lo que hemos hecho, incluso estando bien. Lo importante es que
hagamos lo correcto aun dando la impresión a los demás de que no es así. Ya se
encargará el paso del tiempo de poner las cosas en su sitio, o quizá no. A lo
que no le encuentro sentido es al revólver del que cayó la arena de una playa
sudafricana, ni porqué era de Sudáfrica y no de Conil. Pero en la dimensión
onírica las cosas son así.
Seguí
mi periplo onírico, esta vez junto a mi amigo Nano. Un escorpión multicolor de
unas dos cuartas de tamaño, se nos cruzó por delante. Nano lo empaló con su
cuchillo de monte, lo troceó y nos lo comimos. Esto último no es tan
excepcional. Cosas peores hemos comido en la vida consciente.
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