Dormitaba plácidamente en el medio acuoso de mi universo, reducido pero confortable. Del mundo exterior, solo sonidos amortiguados, algunos agradables, pero en su mayoría inquietantes o molestos, y luces teñidas de rojo, como atenuadas por telas de tul que oscilaban movidas por una suave brisa. Estaba sumido en un estado placentero y no tenía interés alguno por averiguar lo que había fuera.
Pero de pronto, el confortable medio acuoso se desvaneció, precipitándose
por una especie de desagüe vertical, y unas fuerzas extrañas se empeñaron en
expulsarme de mi particular edén, contracciones feroces que presionaban hacia
el exterior con ánimo de desterrarme. Mas, yo me resistía y me aferraba a las
paredes con uñas y sin dientes, pues todavía no tenía. Mi primera palabra fue,
coño.
En el exterior, los sonidos inquietantes se hicieron más notables. Destacaba
uno que sonaba así; ¡¡Empuja, empuja!! Las fuerzas extrañas parecían recuperar
energías al escuchar esa especie de mantra ¡¡Empuja, empuja!! Pero no eran suficientes
para conseguir que yo cejara en el empeño de permanecer en el lugar que
consideraba mi territorio.
Hubo un momento de calma tensa en el que dejé de escuchar eso de
¡¡Empuja, empuja!! Pero oía otro sonido no menos inquietante, metálico, como el
tintineo de una espada al rozar con su vaina. De pronto, una luz cegadora
procedente del exterior, irrumpió por el mismo lugar por el que se fue el medio
acuoso en el que pocas horas antes flotaba plácidamente. Una fría corriente de
aire, propia del mes de enero, me encogió las pelotas, sensación extraña y
desagradable que se repetiría demasiadas veces en los años sucesivos, pues aún
no sospechaba que sería buzo. A continuación, irrumpieron dos artilugios
metálicos semejantes a raquetas de tenis pero sin redecilla, y me atraparon con
saña la cabeza.
Volví a escuchar de nuevo ¡¡Empuja, empuja!! y unos gritos espantosos
de la madre que parió, nunca mejor dicho. Instantes después me vi colgado boca abajo
de forma humillante, y un mal bicho al que llamaban matrona, me apalizó las
nalgas para intentar hacerme llorar. A partir de ahí empezaron los problemas
propios de lo que denominamos vida, aunque entre problemas y problemas subyazcan
algunas satisfacciones.
De aquello, sesenta inviernos de calendario, año MCMLXII como
escribiría un romano. Yo cabeza abajo, y en La Habana, Cuba y La Unión
Soviética firmando un protocolo para intercambiar 60 millones de dólares
durante ese año, antesala de la crisis de los misiles. Y es que, en la delgada
línea de las crisis me he bandeado siempre, eso sí escapando por los pelos. Por
cierto, hay que ser gilipollas para celebrar cumpleaños en edad adulta.
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