Sin llegar a saltar, se pavonean al borde del abismo, creyendo que su mera presencia allí es un desafío a lo establecido. Sus actos, desprovistos de creatividad o genuina audacia, son el eco distorsionado de rebeldía que ejercieron otros, que llegaron a pagar incluso con sus vidas. Son el ruido de una lata vacía; resuena cuando le das una patada, pero no contiene nada. Son impostores.
La transgresión
en los movimientos artísticos, en la política, en los movimientos sociales,
etc. requiere ingenio, valentía y conocimiento de las reglas que se pretenden
romper, ingredientes de los que adolecen quienes se venden como transgresores
sin serlo. Revelan inseguridad, complejos y sucumben al ridículo. Si tienen
éxito, es porque prosperan en ámbitos en los que impera la mediocridad. En
lugar de subvertir con inteligencia o verdadero compromiso por la causa que sea,
recurren a la provocación burda, al paripé, al activismo de salón, en un patético
intento de enmascarar su falta de creatividad y la pobreza de su mundo
interior.
Es lo que se
prodiga en estos tiempos a la velocidad de la luz, la transgresión de pandereta
de cara a la galería, en algunos casos, como en este país, subvencionada con
dinero público. Es lo que me toca los cojones, de otro modo, me la traería al
pairo.