martes, 8 de noviembre de 2022

JUZGANDO AL CAMARERO

 

Cada vez me gusta menos ir de restaurantes o de bares. De hecho, apenas voy porque entre otras cosas, me da una pereza tremenda tener que gestionar tanta tontería, pamplinas como comprobar que un bar de tapas de toda la vida se haya convertido en un gastrobar, lo cual me produce gastritis psicológica.
Hoy fuimos a comer a un asador, que dentro de lo que cabe, aún conserva su esencia en cuanto a materia prima se refiere, de manera que sabíamos que en ese aspecto no nos iban a defraudar. Pero he aquí que llegó el camarero y se puso en modo servil extremo, como si estuviese atendiendo a la realeza del Buckinham Palace.
El camarero, que se presentó con su nombre de pila, no una, sino dos veces, comenzó con las putas recomendaciones, dos horas recomendando cuando hacía hora y 55 minutos que ya sabíamos lo que íbamos a pedir, pues a fin de cuenta la carta la leímos de pe a pa, que pare eso está. Pero por ser educados con el buen hombre, lo dejamos correr. Cuando terminó y le transmitimos nuestra decisión, nos contó la vida del chuletón de vaca de Cornualles, descendiente de una estirpe bretona que acabó echando raíces en Conil de la Frontera, o algo así. Menos mal que no pedimos vino, porque lo mismo nos cuenta la historia de la puta bodega y todavía estamos allí.
Una vez nos trajo la comanda, se pasó como cinco veces por nuestra mesa para preguntar cómo estaba todo, que por estar, estaba de puta madre. Pero ya me estaban poniendo nervioso tantas atenciones y tanta demanda de aprobación.
Mas, luego empecé a comprender de qué iba la cosa. Miré a mi alrededor y vi a la chusma de toda la vida metiendo las narices en las copas que se estaban cepillando, así en plan enólogo profesional, y el camarero acojonao a la espera del visto bueno. Y otros pidiendo el chuletón al punto, para luego sentenciar que estaba algo crudo para su gusto, que se lo pasaran más, al límite de la carbonización. Los hideputas.
Como he referido, el camarero se presentó con su nombre, y al terminar de comer, nos dio la clave de todo, una tarjeta del local en el que se reseñaba el nombre y apellido del camarero que nos atendió. Éste nos pidió por favor, que entráramos en el PollasAdvisor para indicar nuestro grado de satisfacción con la atención prestada por el camarero en cuestión. Casi en modo súplica, nos insistió porque decía que su jefe se fijaba en esas observaciones de las que dependía la supervivencia en el puesto.
Así trabajan estas pobres criaturas, como cortesanos para, en muchos casos, contentar a una panda de analfabetos metidos a gourmets y enólogos de fin de semana, de cuyo dudoso juicio depende que perdonen la vida al pobre camarero, o lo echen a los leones. Así, a golpe de like y emoticono, que es más cómodo que rellenar una hoja de reclamaciones de puño y letra y sin faltas de ortografía.
Lo vi tan tenso al pobre hombre, que le estreché la mano y le dije que todo había sido estupendo, que vaya estrés al que están sometidos en estos tiempos tan absurdos en el que el destino de un trabajador depende de la valoración de unos ineptos en el PollasAdvisor, que si se levantan con el pie izquierdo, les buscan la ruina. Su compañero, el que nos cobró, me dio la razón y nos dijo que echaba de menos los tiempos en que las comandas se apuntaban con tiza sobre la barra. Oye, y yo también.
 
 

 

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