Ayer vimos “La corresponsal”, una película basada en la vida y la muerte de la mítica reportera de guerra estadounidense, Marie Colvin. Debido a su celo profesional, perdió el ojo izquierdo en una escaramuza en Sri Lanka, y años después, perdió la vida en Homs, mientras cubría la guerra en Siria, una guerra de la que, por cierto, no se ha vuelto a hablar.La legendaria reportera del parche a lo Moshé Dayán, era tan intrépida, que pocos se atrevieron a formar equipo con ella, salvo el reportero de guerra Paul Controy, con el que compartió tajo, y que sobrevivió con heridas, al ataque en el que pereció ella.
Marie pretendía despertar conciencias enseñando al mundo el horror que producía la guerra entre la población civil. Sus comunicados los hacía desde primera línea, tanto, que se sospecha que su muerte en Homs se produjo tras ser localizado por las tropas de Bashar al-Ásad, el lugar desde el que retransmitían. Perteneció a una raza de corresponsales que se extingue por falta de relevos y por el cambio de coyuntura en materia de comunicación. Esa vida no estaba pagada entonces, y mucho menos lo está ahora. No estaba pagada económicamente, y tampoco reportaba una vida de satisfacciones. Trabajaban en el infierno de los campos de batalla a nivel de pelotón, superando un miedo atroz, al que solían ahogar en alcohol y drogas. Marie fumaba y bebía como un cosaco. Todas las noches la visitaban los fantasmas de las personas que vio morir, y cuando regresaba a su hogar, no se ubicaba, experimentando los síntomas propios del shock postraumático que experimentan los soldados que regresan del frente. Pero como sucede con las adicciones, el cuerpo le pedía regresar a los infiernos, y quizá lo de descubrir al mundo las atrocidades de la guerra, solo fuese una vaga justificación.
En cualquier caso, personajes como Colvin, descartado el dinero por mal pagados, se movían gracias a un motor interior que dejó de fabricarse hace tiempo. Ya no los fabrican con aleación de coraje, valores, y compromiso.Además, las formas de comunicación han cambiado, por desgracia a peor. Hoy día el “reporterismo” se basa fundamentalmente en las imágenes que toman los propios protagonistas o los testigos directos de la tragedia. Graban con sus celulares, videos que son subidos en tiempo real a los medios de comunicación y a las redes sociales. Después son comentados por periodistas cómodamente sentados en sus platós de televisión, mientras emiten las escenas en bucle, o las comentamos nosotros para dejar nuestra patética impronta en las redes, sin conocimiento y sin causa.
Más que noticias, son imágenes que se consumen como bolsas de pipas. Tan pronto resultan impactantes, como se olvidan, porque es imposible asimilar tanta sobre información. Las tragedias hay que digerirlas para que se asienten en el estómago de la consciencia, pero no da tiempo. Como en las orgías gastronómicas, nos vemos obligados a vomitarlas para dejar espacio a las que llegan inmediatamente después. El resultado final es que nos insensibilizamos ante el horror, hasta que la tragedia nos pilla de lleno.Quizá con Marí Colvin, muriera la estirpe de reporteros que empezó a tener notoriedad a partir de las dos guerras mundiales y de nuestra guerra civil. Un modo comprometido de comunicar, con la esperanza de crear conciencia, de buscar la verdad. Pero con irrupción de las nuevas tecnologías y con el nuevo estado de conciencia/inconsciencia de la sociedad actual, carente de valores elementales e ideales sólidos, estos reporteros ya no tienen cabida.
Resulta caro enviarlos a las zonas de conflicto para tomar fotografías, y lo que puedan redactar sobre el terreno, ya no interesa tanto. Resulta mucho más barato recopilar imágenes tomadas por los soldados en el frente, por las ONGs, e incluso por las propias víctimas, que quizá no tengan para comer, pero a las que paradójicamente, nunca les falta un celular y una conexión a internet. Lo de menos es crear conciencia. Lo que cuenta es engrosar el prime time de las televisiones con imágenes dramáticas, aderezadas con comentarios de tertulianos expertos en todo que no saben de nada, como el maestro Liendres.
De qué sirve la Nikon que llevaba Paul Controy, habiendo celulares funcionando full time por todo el planeta, y drones capaces de sobrevolar volcanes. De qué sirve crear conciencia como pretendió Marie Colvin, si apenas quedan almas dispuestas a dejarse concienciar, más allá de darle a un puto like en las redes sociales.
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