ACTIVIDAD ONÍRICA. MADRUGADA DEL 12 DE AGOSTO.
Llevaba sobre mis hombros a un niño de unos dos años. Tenía
la tez morena, moreno de Bogotá. Entré con él en una lúgubre casa que ocultaba
una pequeña cueva. En su interior yacía sentado sobre un sillón un tipo, en
apariencia muerto, pero quizá dormido. Tenía dibujada en su boca latina una plácida sonrisa, muy caribeña, como quien
no tuviera cargos de conciencia o todo bajo control. El tipo también era
sudamericano, o centroamericano, no sé. Los sueños son confusos.
Bajé al niño de mis hombros y le dije, aquí está tu papá. El
papá, que resultó ser jefe de un cártel del narcotráfico, abrió los ojos y asió
a su hijo. O resucitó, o no estaba muerto, lo sigo sin saber. Me dirigió una
mirada en apariencia agradecida, y me dijo, puedes irte.
No me inspiró demasiada confianza aquella mirada de escualo
de los que se meriendan a sus crías, así que me fui cagando leches, saltando de
edificio en edificio, casi volando. Primero eran saltos enormes, pero luego
iban perdiendo alcance efectivo y a duras penas llegaba a alcanzar las azoteas,
así que dejé de saltar en aquella atmósfera azul tirando a gris. Lo de los
saltos y los vuelos que pierden intensidad, es muy recurrente en mis sueños.
Llegué a lo que se suponía era mi casa, pero no lo era.
Demasiado desorden. Encontré fardos de billetes en pesetas desperdigados en una
habitación. Recuerdo que ayer vi en el telediario una noticia sobre las pesetas
que aún guardan los españoles. En el sueño, eran una muestra de “agradecimiento”
del narco por llevarle a su hijo. Primero, regocijo por verme con esos fajos de
billetes que solucionarían mi vida por una buena temporada. Después, decepción,
pues eran billetes marcados. El hijoputa del narco me había estafado, lo cual
no es de extrañar.
Astilleros, aunque allí no había barcos. Buscaba trabajo y
me presenté a una selección. Suba por esa escalera, me dijo una mujer. Escalera
de teca, o de alguna madera noble pero muy reseca. La escalera de desmadejaba a
medida que iba subiendo, hasta disgregarse como si fueran las ramas de un
árbol. Cuando ya no pude ascender más, entré por una puerta que había en el
nivel al que llegué. Accedí a un pasillo con mamparos, y cableado y tuberías a
la vista, como en un barco, pero no era un barco. En uno de los pañoles del no
barco, hasta la colcha de material de todo tipo, unos trabajadores de los astilleros
oníricos, saqueaban todo lo que podían. Este tipo de saqueos son bastante
comunes en la vida consciente.
Entré por otra puerta que daba a una amplia sala. Era luminosa,
luz cálida amarillenta, pero cutre como la estancia de un psiquiátrico de principios
del siglo XX. Había personas dispersas sentadas en el suelo o de pie, como
guardando las distancias, y una gran mesa de despacho de corte antiguo, tras la
que se sentaba un chupatintas al uso. Me presenté ante él, y sin decir nada, se
proyectó mi currículo en una holografía, aunque no era mi currículo real. Sin
darme oportunidad de abrir la boca, y sin mirarme a la cara, me dijo que no
daba el perfil, pero que si no obstante superaba el periodo de prueba, sería
contratado.
De fondo se escuchaba un molesto ruido, como el de un
soplador de gasolina o una cortadora de césped. El chupatintas de astilleros y
la cutre sala de luz clara amarillenta,
se fueron disipando. Empecé a vislumbrar en el duermevela, el ventilador que cuelga del techo de nuestro
dormitorio, girando silencioso. Acababa de regresar al mundo consciente. ¿El
ruido? El jardinero de los cojones, que tiene por costumbre empezar la faena
bajo mi casa tirando de maquinaria a las 07:30 h de cada mañana.
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