EL CUCURUCHO DE LOS COJONES.
Algunas veces, cuando paseamos
por la tarde por el casco antiguo de Cádiz, solemos comprar un helado en Los
Italianos de la calle Ancha. Yo suelo decantarme por el topolino, una bola de
helado de nata, de las de toda la vida, cubierta de una fina capa de chocolate,
todo muy aerodinámico y de fácil lamido, sin que tengas que pringarte entero.
Además contiene la cantidad justa de helado para que te sacie sin llegar a la
jartura (Hartura para los castellanohablantes).
El caso es que ayer decidimos
tomarnos el helado en la zona del paseo marítimo ya entrada la noche, en una
heladería de marca renombrada, aunque prefiero Los Italianos. Pedimos un
cucurucho, el más pequeño. Nos llevó un rato decidirnos para elegir entre
notable variedad, resultándome incómoda tanta sobre estimulación y tanta mezcla
extraña de colores y sabores. Al final me decanté por la misma composición del
topolino, nata con láminas de chocolate, solo que en este caso era en plan de tropezones.
Insistí en lo del más pequeño,
confiado en que me iban a servir una bola de las de toda la vida, pero la chica
tiró de paleta y empezó a untar manteca a granel, metiéndola en el barquillo a
presión, casi al límite de su resistencia estructural. Después expandió la
cabeza del helado hacia arriba y hacia los lados a modo de antorcha de la estatua
de la libertad, adquiriendo el “helado pequeño” unas dimensiones que indicaban
todo lo contrario.
Como Lobita tardaba en decidirse,
la chica que nos atendía me sirvió a mí primero. Después procedió con el de
Lobita y empezaron los problemas con mi cucurucho. Dentro del local hacía algo
de calor pese a que era una heladería, y los bordes de la antorcha que me
sirvió la chica, empezaban a colapsar. Una vez acabó con el helado de Lobita,
procedí a pagar, pero la espera del cambio se prolongó un poco, pues había cola
en la máquina registradora. El helado empezaba a escurrir por los bordes
alarmantemente y me puse a dar lamidos de desesperación mientras sujetaba la
cartera con la otra mano. Por fin me dio el cambio, y con la mano libre lo metí
en la cartera a la vez que daba lametones a la puñetera catarata de helado.
Fuera soplaba poniente fresco y
Lobita optó por sentarse en una silla dentro de la terraza porque tenía frío,
pero yo me decanté por salir fuera con la esperanza de que con el fresco, se
demorara el derretimiento del casquete polar. Pero nada, aquello chorreaba para
su puñetera madre.
Me senté en un banco del paseo y
me abrí de piernas para evitar que el goteo del helado cayese sobre mis partes
nobles poniendo el suelo perdido. Empecé a atacarlo con la cucharilla como si
estuviera escarbando una trinchera en pleno tiroteo, pero no daba a bastos. El
aspecto del helado pasó de ser de pelo revuelto a lo afro, a pelo lacio, por
eso de que estaba derritiéndose, diría que el puñetero cucurucho lloraba de
pena, como Bambi cuando mataron a su madre.
El barquillo apenas se veía y
empezaba a humedecerse comprometiendo su consistencia. Aquello no era un
helado, era un sauce llorón. Qué angustia comerse aquello a toda pastilla, el
helado pequeño de la historia interminable. Qué pringoteo, qué manera de palear
a contrarreloj con la cucharita, cuando lo que necesitaba era un bulldozer para
contener aquella avalancha, madrepariós. Además me salía el helado por las
orejas, y los puñeteros tropezones de chocolate que daban el punto al helado,
no acababan de emerger, estaban en lo más profundo de aquella sima.
Al final acabé pringado hasta tal
extremo, que tuve que bajar a la playa a lavarme las manos y el hocico en una
fuente pública. Tiré medio barquillo porque aquello era ya cartón mojado, y
acabé con un empacho de helado de los chungos, sin haberlo disfrutado para
nada, puñetero cucurucho de los cojones que me ha quitado las ganas de helado
para todo el verano.
Y Lobita como si nada.
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