Ella estaba a punto de entrar en
Picolita, la emblemática tienda gaditana de artes plásticas donde suele
aprovisionarse de los consumibles a los que tanto partido saca. Desconocía que
yo estaba esperándola por los alrededores mientras hacía tiempo cazando
pajarillos en la Plaza Mina. La vi llegar de lejos, y a medida que se acercaba
a la tienda, observé su gesto.
Se me antojó ilusionado, como
quien espera llevarse una sorpresa, la de la tienda abierta, quizá temiendo que
estuviese cerrada. A fin de cuentas ese establecimiento, superviviente donde
los haya, suele ser la génesis de sus creaciones, un papel, una tinta, un
lienzo, para que su cabecita inquieta dé salida a tanto ingenio. Era preciso
pues, que la tienda estuviese abierta, o quizá sean las elucubraciones de un
padre orgulloso por quien siempre será su pequeña, pequeña pero más valiosa que
un imperio.
El caso es que abandoné a un
gorrión que posaba encantado para mí, y disparé apresuradamente hacia mi hija
Gloria aprovechando el factor sorpresa, qué sorpresa para ella, cuánto regocijo
para mí.
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