CADENA PERPETUA POR METER UNA LAGARTIJA EN CLASE.
Siento sana envidia por aquellas personas que hablan con
cariño de sus antiguos profesores, de esos que te orientan para que sigas el
camino correcto y que te marcan con el conocimiento y con el afecto, en vez de
con la palma de la mano o la regla de madera de 100 centímetros.
Yo no tuve esa suerte, a mí me tocaron los de la segunda
variedad, unos sádicos muy dados a recrear el cuadro de Goya “Escena de escuela”
aplicando aquello de la letra con sangre entra. Debieron marcarme bastante
porque después de más de cuarenta años he soñado con uno de ellos, el más
sádico de todos, el que fue mi tutor durante los últimos años cuando cursaba la
EGB.
Se llamaba Don Antonio, cincuenta y tantos años largos, de
pelo canoso peinado hacia atrás a lo José Antonio Primo de Rivera, que dejaba
al descubierto una cicatriz en la frente. Caminaba muy erguido, con las manos
entrelazadas por la espalda, mirando al frente con una altivez que intimidaba.
Solía lucir en la solapa izquierda de su chaqueta, una pequeña estrella dorada
de seis puntas sobre un rectángulo de fondo negro que lo identificaba como ex alférez
provisional, combatiente del bando franquista durante la Guerra Civil, uno de
los que los del bando republicano denominaban popularmente como “estampillado”. Por entonces desconocía el
significado de aquella estrella, eso lo supe años después y entonces me cuadró
tanta mala leche, y para muestra, el botón que os puedo describir con detalle
porque me quedó grabado a fuego.
Corría 1975, yo tenía 13 años y cursaba 7º de EGB. Una tarde
en vísperas de Semana Santa, unos cuantos compañeros de clase jugábamos en un
descampado cercano al colegio mientras hacíamos tiempo para entrar a clase, y
en estas atrapamos a una lagartija que acabó metida en un bote. Por nuestras
cabecitas rondó la espantosa y criminal idea de meterla en clase dejándola en
el lado de las niñas, pues en aquella época, aunque el colegio era mixto, nos
mantenían claramente separados los niños
de las niñas, no fuésemos a pecar.
La pobre lagartija acabó sobre la mesa de una compañera y en cuanto entraron las niñas y la vieron, huyeron despavoridas por la puerta de tal forma que casi se llevaron por delante al entrante profesor de matemáticas, Don Manuel, muy dado a quedarse dormido en clase mientras resolvíamos los problemas en las fichas de Santillana. Éste pegaba poco, pero enseñaba menos, así que no sentimos la llamada de las matemáticas como hubiera sido de desear.
El caso es que Don Antonio ese día no estaba en el colegio por
razones que desconozco, y esa circunstancia nos dio un respiro para
comportarnos como niños, travesuras incluidas. Don Manuel nos echó una
reprimenda tirando a vaga y al cabo del rato dormitaba a la recacha del sol que
entraba por la ventana mientras nosotros resolvíamos los ejercicios de las
fichas con una sonrisa malévola de oreja a oreja, sin pensar que a su llegada,
Don Antonio sería puesto al corriente.
Al día siguiente, antes de lo esperado, apareció por la
puerta, más altivo que nunca y con una grotesca mueca de desagrado que asustaba
al más pintado. Seco como un cardo borriquero, preguntó por los responsables del
asunto de la lagartija mientras nos fulminaba con la mirada paseándola por cada
uno de nosotros. Nos advirtió que como no salieran los responsables de tan
espantoso crimen, el castigo afectaría a todos los alumnos masculinos de la
clase. Algunas de las niñas sonrieron divertidas al ver nuestras caras de
espanto. Los chicos nos miramos pero ninguno se atrevía a dar el paso, pues a
fin de cuentas fue una acción en la que intervinimos unos cuantos y no teníamos
claro quien tenía mayor grado de responsabilidad, si el que la cazó, el que la
metió en clase, el que la puso en la silla o el que la colocó en la mesa…
En cualquier caso yo sabía que había sido uno de ellos,
desde temprana edad me he caracterizado por dar la cara y asumir mi responsabilidad
cuando he cometido errores, así que, no sin temor, me puse de pie y me señalé
como uno de los responsables. Pero Don Antonio sabía que fuimos más de uno e
insistió, hasta que no salgan todos, no sale nadie de clase y el castigo será
ejemplar. Temblón, se levantó Manuel Pozo, uno de mis compañeros implicado en
tan terrible tropelía. Ambos éramos de risa fácil, de esta que intentas
controlar pero no puedes, pero en aquellos momentos sentíamos auténtico pavor.
Nadie más se levantó, el resto se mantuvo en silencio con la cabeza gacha,
entre ellos uno de los que más grado de responsabilidad tuvo, pero ni Manuel ni
yo éramos unos chivatos. Don Antonio se dio por satisfecho y concluyó la
redada.
En aquellos instantes hubiera preferido uno de aquellos
bofetones que Don Antonio solía dar, como el que me arreó un día cuando me
hicieron reír durante el rezo, uno de los peores crímenes que podía cometer un
crío de 13 años en aquella época en la que aún vivía Franco, aunque le quedasen
dos telediarios. Aguanté la risa como pude pero Don Antonio me quincó, y sin
dejar de rezar, me indicó que saliese de mi pupitre y me colocase a su
izquierda. Finalizado el Padre Nuestro, empezó a persignarse… en el nombre del
padre, del hijo y del Espíritu Santo… ¡ZASSS! Remató dándome una de las mayores
bofetadas que me ha dado nadie al margen de mi padre, que también se las
gastaba a base de bien aunque se las diese de simpatizante del comunismo, de
manera que desde temprana edad aprendí que se puede ser muy cabrón con
independencia de la ideología que se tenga. Pero volviendo a Don Antonio, el
día de la redada de la lagartija solo nos dijo que se iba a pensar el castigo
con tranquilidad, y aquello nos acojonó aún más.
Nos tuvo en vilo varios días haciendo honor a su sadismo,
hasta que por fin dictó sentencia. Mi compañero Manuel y yo deberíamos
permanecer de cara a la pared durante el resto del curso a la hora del recreo.
Además, con independencia de los resultados reales obtenidos en los exámenes de
ese trimestre, los cuales aprobé todos, escribió en el boletín de notas “muy deficiente en todas las asignaturas” dando
una bofetada a nuestra nota media del curso, que en mi caso pasó de ser notable
a un escueto suficiente, una mancha que aún persiste en mi expediente académico.
Aquel curso perdí la fe en el sistema educativo.
Los cobardes se fueron de rositas, pero a los que tuvimos la
entereza de dar un paso adelante, de nada nos sirvió el gesto, pues vale que
hubiésemos de permanecer de cara a la pared en el recreo durante el resto del
curso, pero manchar un expediente académico como si se tratara de reseñar unos
antecedentes penales, no tenía perdón del dios al que rezaba aquel maldito
estampillado. Aquel curso también perdí la fe en la justicia.
Lo de mi compañero Manuel solo quedó en eso, que ya era bastante,
pero mi calvario no acabó ahí. Don Antonio hizo llamar a mi padre, al que
conocía porque sus padres, mis abuelos paternos, habían sido compañeros de
profesión de algunos profesores del colegio. Don Antonio relató a mi padre el
crimen que había cometido y las consecuencias que había tenido aquel espantoso
acto en mis calificaciones. A pesar de que mi padre y mi abuela paterna,
severos como un látigo, controlaban mis estudios a rajatabla, pues estudiaba
ante su presencia, lejos de defenderme en lo que a las notas se refiere por eso
de que dañaban mi expediente académico, se limitó a darme una paliza por haber
“mancillado su honor” y me mantuvo castigado en casa durante toda la Semana
Santa… sangre de Cristo, aunque mi padre no creía un carajo en nada ni en nadie
que no fuese en sí mismo, mucho menos en mí.
Hace muchos años que ambos crían malvas, pero a veces sueño
con ellos. Anoche, como dije al principio, soñé con Don Antonio. Aparecía
igual, con esa planta erguida, mirando altivo hacia el frente como Mussolini,
con las manos entrelazadas en la espalda a la altura del trasero según caminaba.
Pero en el sueño yo era tal cual soy ahora, un tipo forjado por las
experiencias de la vida, curado de espanto, de vuelta de todo. Le hice una
señal al Don Antonio onírico indicándole que se acercara, y con toda calma,
sereno, sin resentimientos, le reproché su actitud, su sadismo, el
comportamiento que tuvo con sus alumnos en general y conmigo en particular. Y
entonces su figura altiva empezó a menguar, a menguar y a menguar hasta
disolverse en la nada…
Sentí una cálida mano sobre mi rostro, era la mano de
Lobita, y entonces con los ojos entre abiertos pensé… he ganado y vosotros
habéis perdido, y si algo he aprendido “gracias” a vosotros ha sido saber amar
a los míos y no dejarme avasallar por nadie.