ALGUNAS VECES
IMAGINO
Algunas
veces, en los días desapacibles como hoy, esos que coinciden con circunstancias
desapacibles que solo te dan opción a refugiarte en los pensamientos, imagino
que estoy a bordo de un velero, que bien podría haber sido este que aparece en
esta ilustración realizada por mí, y que regalé a unos buenos amigos… o quizá,
por remontarme a otros tiempos en los que hubiera encajado mejor, pongamos que a
bordo del bergantín Beagle, al mando del capitán Roberto Fitzroy a finales de
1828.
Me imagino en
el Beagle, fondeado en el canal del mismo nombre, frente a la población de
Ushuaia, allá en la Patagonia Argentina, esa tierra hermosa y por entonces
indómita, de la que tantas veces me habló mi tía Juli. Imagino a una
tripulación exhausta, pero satisfecha y orgullosa por haber superado el capeo de los temporales, en ocasiones infernales, que se
generan por la zona del cabo de Hornos.
Los imagino como estaría yo, deseoso de conocer nuevos territorios
inexplorados, de esos que aún quedaban por aquella época en el último confín de
la Tierra. ¿La recompensa? Quizá bastara con estar en el rol del buque cuyo
nombre dio al canal, un reconocimiento que prevalecerá en los anales de la
historia.
Un par de
días para recuperar fuerzas, y después a los botes, para hidrografiar el canal
Murray o para explorar Isla Hoste en la orilla chilena del Beagle, y contactar
con los indios Ona, con los que a lo mejor me habría quedado… quien sabe.
Por las
noches escribiría cartas a la luz de un candil, relatando mis aventuras y
desventuras, misivas que quizá llegarían al destino mucho después de haberlas
espichado, tal vez atacado por un puma, o a causa de una pulmonía. Las cartas serían leídas por la familia al calor de una chimenea, o por los amigos en
la taberna de marras, cartas leídas en voz alta mientras saborean unas pintas y
brindan a mi salud y por los viejos tiempos. Esas cartas,
puede que las guardara alguien en alguna parte, y puede que con el tiempo, fuesen
descubiertas por las hijas, por los nietos, o por el hijo de un amigo, cartas
amarilladas por el paso del tiempo, pero con todo su contenido intacto y la
esencia que imprime un texto escrito de
puño y letra, esos trazos únicos que definen a quien cuenta la historia.
Me gusta
escuchar el sonido del viento, y a propósito, dejo una rendija de la ventana
abierta para que silbe, imaginando que lo que silban son las jarcias del
velero. Imagino historias en mi cuarto, sentado en un sillón, mientras pierdo
la mirada en el cielo y escucho alguna banda sonora que evoque los sonidos del
mar. Lo hago para descansar un rato de estas circunstancias que me mantienen
encallado en una costa yerma y desangelada, en la que no queda nada por
explorar, un lugar que no da para escribir sobre temas de descubrir tierras vírgenes o sobre grandes
aventuras.
En este mundo
apenas se escribe ya con pluma sobre un
papel, y apenas nadie lee en voz alta
para que otros escuchen las historias mientras
se toman unas pintas. La gente, sencillamente ya no escucha historias, solo se
embute en las nuevas tecnologías para conectarse con quien no ven mientras
ignoran a quien tienen al lado.
Lo que silva
es la ventana entre abierta de un bloque de apartamentos y lo que me saca del trance son los gritos de
un vecino que está viendo un partido de futbol.
Lo que escribo, con independencia de que sea una aventura, una
desventura o una mierda pinchada en un palo, no amarilleará en un papel, ni
será descubierto por nadie con el paso del
tiempo con la misma intriga que pueda generar una carta escrita sobre un papel
amarillado por el paso de los años, papel pasto de los lepismas, esos insectos
devoradores de almidón que campan por sus respetos amparados entre las hojas de los libros.
El texto se perderá en el infinito de una red
virtual que devora infinidad de información sin apenas procesarla, un texto
escrito con caracteres estándar, tipo Arial para más señas, que no dice nada
sobre mí, un texto transferido por los golpes secos a un teclado.
Será leído,
quizá hoy y puede que mañana, pero después
se difumará hasta desaparecer, sin dar oportunidad a que un día, una
hija, una nieta o el hijo de un amigo, descubra una carta amarillada por el
paso del tiempo, que cuenta una historia de su puño y letra, aunque no sea la
del capitán Roberto Fitzroy y su intrépida tripulación, sino la de alguien que
sueña con veleros y territorios inexplorados, sentado en el sillón de su casa,
mientras escucha el silbido del viento por su ventana, mirando al cielo o
realizando unos trazos en papel Guarro con un una estilográfica y algo de tinta
china, intentando recrear su fantasía… todo para descansar un rato de las
circunstancias.
J.M. Arroyo
Maravillosa entrada, que nos recuerda los sueños que se escriben....................
ResponderEliminarGracias Hada, aunque me gustaría estar en disposición de hacer entradas más triunfales.
ResponderEliminarMis saludos a un antiguo compañero de instituto.
ResponderEliminarBrigadier Solsona... ¿Quién diablos eres, amigo? Saludos.
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